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El día que un tipo quiso garchar en el cine

Vi por primera vez a Fausto el 15 de marzo del 2014, en el cumpleaños de mi amigo Nacho. Nos gustamos enseguida. Él me parecía hermoso, inteligente y gracioso. Esa misma noche garchamos y en los días consecutivos también. En su casa cuando no estaba su familia y en mi departamento la mayoría de las veces. Yo estaba peleada con Lucas y Fausto me gustaba mucho. Pensé que podíamos llegar a ponernos de novios. Pero no fue así.

–Meri, conocí a alguien–me dijo el 30 de marzo. Era domingo. Habíamos pasado la noche del sábado juntos y a la mañana siguiente me terminó de despertar con esa noticia.

–¿Qué?

–Me empecé a ver con otra chica. Y…me pasan cosas con ella.–“O sea que conmigo no te pasa nada…”, pensé.

Ya ni me acuerdo bien qué más me dijo. Frases hechas para no lastimarme, seguro. “No sos vos, soy yo”. “No hiciste nada malo”. “Sos una persona excelente”. La cuestión es que apenas se fue me largué a llorar. Pasé la tarde del domingo llorando y pensando qué había hecho mal. Al tiempo me enteré por Nacho que yo no había hecho nada mal. Fausto quería volver con su ex y la mina estaba disponible.

Durante abril, Lucas hizo buena letra para que volviéramos. Me llamaba por teléfono, me escribía cosas tiernas por mensaje, me pedía perdón cada vez que podía. Aunque yo sabía que quería volver con él, no lo iba a hacer inmediatamente. Quería estar un tiempo sola para ver si conocía a alguien que quisiera estar solamente conmigo, y no conmigo y además con cualquier pendeja que lo calentara. Lucas me quiere desde siempre. El problema es que la fidelidad no es una de sus virtudes destacadas.

Ese mes estuve tranquila. Salí con mis amigas, trabajé, miré películas. Evité los conflictos típicos de las relaciones amorosas. Pero como soy masoquista y empecé a extrañar esos conflictos, a fin de mes salí con alguien nuevo. Ese “alguien” era un profesor de inglés divorciado y joven.

Conocí a Luis en la escuela donde trabaja Marta. Llegué a la mañana temprano para hacer un reemplazo y cuando entré a la sala de profesores sólo había dos docentes de inglés. Ya las había visto. Una era muy conchuda y la otra era muy piola. Las saludé (ellas a mí también), me hice un café y me senté en un rincón a repasar la clase que tenía que dar. Ellas hablaban de un tipo que yo no conocía.

–…me dijeron que la mujer lo dejó por uno del gimnasio–dijo la más víbora.

–¿En serio? ¡Qué puta!

–Sí, una tilinga. Y viste que tienen dos nenas chiquitas, no sé cómo van a hacer.

–Custodia compartida.

–Supongo que sí. Luis se re ocupa de las nenas. Creo que habló con Marta para que le cambie unos horarios y…

En ese momento se escucharon pasos en la escalera. La sala de profesores está en una especie de entrepiso. Para llegar hay que subir por unos escalones de madera que hacen mucho ruido.

–Buen día–dijo un docente varón. Era de inglés porque traía el Up Beat en la mano derecha y un grabador en la mano izquierda.

–Buen día, Luis–dijo la más simpática.

–Buen día–dije yo.

–¿Qué tal?–dijo él acercándose a mí para darme un beso.–¿Sos profe de inglés?

–Todo bien. Sí, soy reemplazante. María.

–Ah, qué bueno. Yo soy Luis–dijo y se sentó al lado de las otras dos.

Hablaron del mal comportamiento de un alumno hasta que sonó el timbre. La escuela tiene jardín, primaria y secundaria. El timbre que había sonado era para la secundaria. Patricia y Carolina se levantaron y se fueron. Luis y yo nos quedamos. Nos tocaba dar en primaria. Nuestro timbre sonaría cinco minutos después.

–Con el nivel más avanzado estamos trabajando con un libro muy bueno–dijo. Abrió su portafolio, sacó Divergent y me lo mostró.

–Qué bueno que puedan leer novelas–dije yo. Me había sorprendido que me hablara. Yo estaba concentrada mirando mi propio libro.

–Sí, lo estamos trabajando con un curso de nivel avanzado. El año pasado rindieron el First.

–Ajá–dije yo y seguí con lo mío. Él tenía algo que me desagradaba. No era molesto, no era pesado. No sé qué era. Su sonrisa no me transmitía confianza. Y yo sostengo que la sonrisa es la ventana del alma y no los ojos.

–¿Viste que ahora se estrenó la película?

–Mirá vos. No sabía nada.

–¿CÓMO QUE NO? ¿No te gusta Divergent?–dijo fanatizado.

–No. Bah, no sé. No lo leí.

–¿Quééé? ¿Y sos profe de inglés?–“Ser profe no significa que ame las sagas boludas que les gustan a ustedes”.

–Sí, pero no lo leí.

–Tenés que ver la peli por lo menos.

–Bueno, lo voy a hacer. Gracias por la recomendación.

Nos quedamos en silencio. Yo volví a mi libro. Unos segundos después él volvió a hablar.

–¿Querés que vayamos al cine? Mañana a la noche que es más barato–dijo y se rió. El día siguiente era miércoles. El comentario me molestó. Me sonó a amarrete.

Él me sonreía y esperaba que yo le dijera que sí. La película no me interesaba. Lo único que me atrapaba un poco era que actuaba Shailene Woodley y me encanta el ángel que tiene. Además yo estaba sola. No tenía motivos válidos para rechazar la invitación.

Antes de responder me acordé de un capítulo de Girls de la primera temporada. Hannah cree que su jefe le tira onda. Jessa le dice que tenga sexo con él. Hannah le dice que no, que es viejo. Jessa insiste: “do it for the story”. Esta expresión se aplicaba justo a mi situación en la sala de profesores. El significado de “do it for the story” es algo así como “no es la mejor opción, no es lo ideal en este momento. Hacelo únicamente para tener una anécdota de la que te vas a reír después”. Yo no quería ir a ver una peli pochoclera con un divorciado de sonrisa fea. Lo hice igual. Y no me arrepiento, porque lo hice por la anécdota y ahora la estoy contando acá.

–Bueno, dale–respondí.

***

Al día siguiente nos encontramos afuera del Monumental. Es un cine simple que está en el centro de Rosario. Yo siempre voy ahí porque queda cerca de mi casa y me da mucha fiaca trasladarme al shopping para ir a uno de esas mega salas. Él seguro que quiso ir ahí porque es más económico.

Me dio un beso en el cachete y antes de entrar me compró un balde de pochoclo y una Coca. En el Monumental la venta de alimentos está sobre la vereda, no adentro del cine. La boletería también está afuera.

–Yo pago las entradas–dije.

–Sí, sí–dijo él con sarcasmo. Sacó plata de la billetera y pagó.

En la sala no había casi nadie, así que nos sentamos en el fondo para poder ver bien. Empezó la peli. Aunque no era la gran cosa, me pareció entretenida. Él estaba fascinado y no sacaba los ojos de la pantalla. Ni siquiera se servía pochoclo. Yo tenía el balde apoyado sobre la falda y no paraba de comer. Estaban riquísimos.

De repente sentí una mano ajena entre las piernas. Luis me quería tocar sin mirarme. Tenía la vista fija en la pantalla mientras que con la mano intentaba desabrocharme el pantalón. Me sorprendió la actitud. No me molestó, así que puse el balde de pochoclo en la butaca de al lado y lo ayudé. Me desabroché el jean y después acerqué la mano a su pantalón. Ya estaba durísimo. Estuvimos así, tocándonos, durante un rato. Él jadeaba un poco. Yo no me calentaba porque tenía miedo de que alguien nos viera. Él, todo lo contrario.

–Vení arriba mío–me dijo al oído y me babeó un poco la oreja.

–¿A upa?–dije inocentemente.

–No, te quiero coger acá.

–¿Qué? Nos pueden ver.

–Por eso–dijo él y le brillaron los ojos.

Al tipo lo calentaba tener sexo en lugares públicos. El morbo de ser descubierto le ponía la pija bien dura. A mí no me gusta eso. Yo necesito intimidad, privacidad, estar completamente desnuda. Además el cine es un lugar sagrado. Ver una película y coger son actividades hermosas que no deben ser realizadas al mismo tiempo.

Sin decir nada saqué mi mano de su pantalón y la suya del mío. Me abroché rápido, me levanté y me fui. No me sentía sucia ni indignada. En cambio, estaba tentada. Me dio risa la situación y me reí desde que salí del cine hasta que llegué a mi departamento. Ahora también me estoy riendo porque me acuerdo de la cara de emoción que puso Luis cuando me pidió que me sentara arriba suyo en el cine, con otra gente mirando la película a unos metros de distancia. Los vericuetos de la sexualidad son, sin lugar a duda, insondables.

De vez en cuando nos vemos en la escuela y está todo bien. Nos saludamos como colegas y charlamos de cosas vinculadas al inglés. Él no se ofendió porque me fui del cine. Nunca hablamos de ese episodio. Mejor así. No hay nada que hablar, en realidad. Luis no me atrae y lo sabe, por eso no intentó acercarse de nuevo. Espero que nunca se entere de que sólo salí con él por la anécdota.

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El día que me echaron del local

Ser reemplazante es difícil porque en las vacaciones no tenés trabajo y por lo tanto no cobrás. A principios de enero de este año me había quedado poca plata de los reemplazos del 2014. Mis alumnos particulares estaban de vacaciones y las escuelas estaban cerradas. Entonces empecé a buscar trabajo de cualquier cosa. Mandé curriculums ofreciéndome como empleada administrativa, como niñera y como vendedora.

Por suerte, a mediados de enero conseguí laburo en un local de ropa.

Antes de empezar a trabajar tuve una entrevista con Teresa, la encargada de recursos humanos. El dueño tiene 10 locales que funcionan como una empresa. Las empleadas pueden ir rotando entre los distintos negocios porque todos tienen casi la misma mercadería y el mismo sistema para cobrar. Teresa selecciona a las nuevas empleadas según las necesidades que le transmite el dueño.

En la entrevista me sentí tranquila. Respondí las preguntas que me hizo de forma completa y elocuente. En un momento ella me preguntó por qué me interesaba el trabajo.

–Porque me encanta vender, atender a la gente y estar en contacto con ropa.–Lo que dije fueron todas mentiras. Yo necesitaba la plata, nada más.

–Pero vos estudiaste…

–Sí, pero soy reemplazante y en esta época del año no tengo trabajo.

–¿Y cuándo empiecen las clases qué vas a hacer?

–Sigo en el local y organizo los reemplazos, total éste es un trabajo de medio día.

–¿Y si te surge un trabajo mejor?

–Sigo en el local, aviso que en determinada fecha me voy a ir, y cuando consigan una empleada nueva, dejo.

Después respondí otras cuestiones vinculadas a “situaciones problemáticas”. Teresa describía un conflicto que podría darse en el local y yo tenía que explicar cómo lo solucionaría. Fui lo más convincente y pragmática posible. Dio buenos resultados, porque al día siguiente tuve una entrevista con el dueño y un día después ya me estaba capacitando una empleada experimentada.

Al principio me gustaba trabajar en el negocio. Me di cuenta de que disfrutaba de vender, de asesorar, de cobrar y de dar el vuelto. La ropa era más o menos linda y el local estaba ubicado en una buena zona, cerca de mi casa, así que el entorno era agradable. Me llevaba bien con la encargada, a pesar de que ella siempre estaba con cara de culo, y también con el dueño, a quien veía poco.

Los días fueron pasando y empecé a notar actitudes que no me convencían. Palmira, la encargada, me retó una vez porque no me sabía los precios de memoria. Cuando los aprendí, encontró motivos nuevos para criticarme. Me decía que el negocio estaba sucio, que yo no la llamaba para pedirle más mercadería cuando vendía algo, que tenía que atender mejor a las clientas. Yo mejoraba los aspectos que tenía que mejorar y aparecían nuevas críticas infundadas. Del gusto inicial pasé a la saturación en muy poco tiempo.

Otro de los aspectos negativos del negocio era que cobrábamos el 15 de cada mes, con los impuestos vencidos y estirando la plata del mes pasado a más no poder. Como el 15 de marzo cayó domingo, se suponía que íbamos a cobrar el lunes 16. No fue así. El 17 tampoco cobramos y el 18, tampoco.

En ese entonces yo estaba trabajando en un local de liquidaciones. Mi compañera, a quien llamaba “gallina”, porque se notaba que quería ser la próxima encargada, estaba re caliente porque no nos habían pagado. Ella era muy chismosa y se había enterado de que a las otras chicas ya les habían dado el sueldo. O sea, el dueño nos estaba bicicleteando a nosotras dos.

El 19 de marzo sonó el teléfono del local de liquidaciones. Atendí. Era el dueño.

–¿Podés pasar después del horario de trabajo por mi oficina?

–Sí, no hay problema–dije. Me puse contenta porque sabía que me iba a pagar.

Al rato llegó mi compañera a relevarme. Le conté que hoy nos pagaban y me fui. Toqué la puerta de la oficina y el dueño abrió enseguida. Me dio un beso (siempre tenía un aliento putrefacto) y señaló una silla. Yo me senté de un lado del escritorio y él del otro.

–María, te llamé por dos cosas: para pagarte y…para decirte que hoy es tu último día de trabajo.

Le temblaba la voz. El tipo se hacía el bueno pero yo me había dado cuenta de que era una mentira. En el periodo corto de tiempo que estuve ahí, noté que lo que más le gusta es acumular plata y controlar lo que sucede a su alrededor. Piensa que disfrazándose de cordero no te vas a dar cuenta de cómo es en realidad. Usa a Palmira para que haga el trabajo sucio, mientras que él orquesta todo, absolutamente todo. Y después tiene la caradurez de hacerse el bueno.

–Mirá, es feo hacer esto. Vos sos una persona excelente, siempre muy bien predispuesta. Pero… no te veo motivada y se redujeron las ventas desde que vos empezaste a trabajar acá. Ya sabés que uno de los locales va a cerrar y ahora me sobran chicas. Como vos entraste última, elegimos «dejarte ir» a vos.

“Dejarte ir” es un eufemismo espantoso. Qué bronca me da cuando no me dicen las cosas como son. Yo lo escuchaba sin hablar. Asentía con la cabeza y de vez en cuando sonreía. No estaba triste, no tenía ganas de llorar. Lo único que me indignaba era su discurso pegajoso, falso y condescendiente.

–Yo lo hablé con Teresa. Le dije que tenía que dejar ir a una chica. Cuando ella me preguntó “¿A quién?”, yo le dije “a María, porque no la veo motivada”. Ella me dijo que no le sorprendía que te haya elegido a vos porque vos tenés una carrera. Teresa me dijo que vos tenés más PERSPECTIVA y que ves esto como un trabajo temporal. Eso no es lo que nosotros estamos buscando.

Para mí, tener perspectiva, una carrera y ver la venta de ropa como algo temporal es positivo. No negativo. Es un piropo. El tipo buscaba empleadas que dejaran su vida en el local y se había dado cuenta de que yo no era así. A mí no me va a tener 12 horas por día, como está la encargada, entregándole el alma para que él sea rico. Y tampoco me va a ver chupándole las medias o quedándome más de lo estipulado sin cobrar horas extra. Él quiere gente desesperada, que dedique toda su energía a algo tan nimio como vender ropa y lo vea como el mejor trabajo del mundo.

Lo escuché y le dije:

–Tenés razón, yo lo veo como algo temporal. Pero no por eso hice mal mi trabajo. A las clientas siempre las atendí bien, les mostré más cosas de las que habían pedido y se iban contentas. Por eso no me hago cargo por la baja de las ventas. Yo atiendo bien.

–Ah, qué bueno que me lo digas–dijo. La voz le seguía temblando. Se notaba que quería decirme algo más. Quería decirme que buscaba soldados más que empleados. Obviamente, nunca lo iba a admitir.

–Y sí. Yo estoy en el local de liquidaciones. No es lo mismo vender 100 prendas de 50 pesos que 100 prendas de 300 pesos.

–Claro–dijo él.

No había nada más que decir. Me pagó febrero y los 19 días de marzo que había trabajado. En la puerta me dio otro beso y me dijo que si quería ir a comprar a los locales, seguía teniendo el descuento de vendedora.

–Sí, ÉSTA te voy a ir a comprar–pensé.

Cuando me iba me acordé de una frase de Oscar Wilde: Be careful what you wish for, it might come true.  La traducción sería “tené cuidado con lo que deseás, porque se puede hacer realidad”. Wilde tiene razón. De manera consciente no deseaba quedarme sin trabajo porque necesitaba la plata. Sin embargo, ya no soportaba estar en ese lugar. No soportaba la vigilancia y el control permanentes. Inconscientemente me quería ir.  El 19 de marzo lo había logrado.

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El día que tuve alucinaciones con mescalina

El 24 diciembre de 1998, a la tarde, mi mamá estaba sacando los yuyos del jardín. Más tarde llegarían mis abuelos, tíos y primos a pasar Nochebuena en casa. Yo tenía 6 años y estaba ayudándola. En realidad, estaba jugando con un set de jardinería en miniatura que me habían regalado.

–¡Ay!–dijo mi mamá y soltó la tijera de podar.

–¿Qué pasa, mami?–dije yo y me levanté. Fui hasta ella. Se estaba tocando la mano derecha.

–Me mordió una mantis religiosa

–¿Qué es una mantis religiosa?–pregunté.

–Ese bicho.–Yo lo vi y me incliné para agarrarlo.–¡No lo agarres, María! Te puede morder.

Ella tenía la mano un poco colorada. No le dolía, así que siguió trabajando. Yo me agaché un poco y miré la mantis. Nunca había visto algo así. Era un bicho verde, largo, con cabeza de extraterrestre y piernas esqueléticas. Me dio un poco de miedo, así que me fui adentro.

–¡Pa! ¡Haceme la leche!–Demandé como buena hija única.

***

Esa noche comimos y después de la cena jugué con mis primos afuera. Jugamos a la escondida. Como yo soy la más chica, se aprovechaban de mí y me hacían contar siempre. No me importaba porque me gustaba jugar con los más grandes. Prefería que me boludearan a que me dejaran de lado.

A las 12 nos llamaron para que entráramos. ¡Había llegado Papá Noel! Justo nos lo perdimos por haber estado en el jardín. Me dio bronca no haberlo visto. Por suerte había dejado muchos paquetes en el arbolito. La mayoría eran para mí. Esa era la ventaja de ser una niña pequeña y adorable en Navidad.

Abrí los regalos con emoción. Todo me gustaba. Cada vez que rompía los papeles, miraba a mi mamá y a mi papá fascinada. Ellos me decían “¡Qué lindo!”, “¿Te gustó, Meri?” o también “Se jugó Papá Noel, eh”. Mis primos estaban muy celosos de mí.

Me regalaron, entre otras cosas que no me acuerdo, varios cuentos, un pizarrón para colgar en la pared, una Barbie, fibras, una mochila, una malla, un toallón y unas pinturitas. En ese momento yo estaba atravesando una fase artística, así que eso fue lo que más me llamó la atención. Solía disfrazarme y cantar frente al espejo la canción “Cambio dolor”, de Natalia Oreiro. El tema había salido ese año. Yo lo amaba. Amaba a Natalia Oreiro con todo mi corazón. Cuando era chica quería ser como ella. Después mis viejos me frustraron la posibilidad de ser estrella pop y decidí dedicarme a la docencia. Bueno, no fue tan así. Lo importante de esta historia es que estaba feliz con mis nuevas pinturitas.

Cuando terminó la adrenalina de abrir los regalos me agarró mucho sueño. Mi mamá me hizo upa y me quedé dormida.

***

El 25 a la noche estábamos solos mis papás y yo. Mis familiares se habían quedado a dormir en casa y el 25 al mediodía almorzamos juntos. Después se fueron. A la tarde mi mamá y mi papá acomodaron y limpiaron mientras yo dormía la siesta. Siempre me gustó dormir la siesta.

Antes de la cena, me senté en la alfombra del living a jugar con mis regalos. Leí los cuentos, escribí las vocales en el pizarrón, dibujé con las fibras y peiné a la Barbie. Después encontré las pinturitas. Y empecé a pintarme. Me quería pintar mucho para poder parecerme más a Natalia Oreiro. Me pinté los ojos, los cachetes, la frente, la nariz. Cuando llegué a la boca, sin querer comí un pedacito de pintura para labios. Estaba rica. Tenía gusto a manteca cacao. Entonces comí un poco más. Y un poco más también.

Cenamos las sobras del mediodía, que un poco eran sobras de Nochebuena, y mi mamá me llevó al baño. Había llenado mi bañera de plástico con agua caliente. Me dejaba jugar un rato hasta que yo empezaba a enfriarme y la llamaba. Ella venía, me lavaba la cabeza, me secaba y me cambiaba. Esta vez jugué con unos patos de goma y cuando ella vino lo primero que hizo fue limpiarme la cara.

–¡Meri! ¿¡Tanto así tenías que pintarte!?–dijo mientras refregaba una esponja por mi cara. Yo me quejaba porque me dolía.

Inmediatamente después del baño quise ir a dormir. Tenía mucho sueño. Mi mamá me llevó a mi habitación. Yo me acosté y ella me tapó con una manta verde bien finita. Aunque hacía calor, yo necesitaba estar tapada. Mis primos me habían dicho que si no te tapás a la noche, el cuco te tira de las patas y te lleva con él. Me daba terror ser raptada por un individuo tenebroso, así que por las dudas siempre me tapaba. Como mínimo, me tapaba los pies.

Mi mamá me leyó un poco de El libro de las virtudes para niños. Yo ya sabía leer bastante bien. Me hacía la que no sabía para que ella se quedara un rato más conmigo. Después le pedí que se fuera porque quería dormir. Ella me dio un beso en la frente, apagó el velador y se fue.

A la madrugada me desperté. Estaba todo oscuro. Me senté en la cama, prendí el velador y tomé agua que tenía en la mesa de luz. De repente apareció una mantis religiosa desde abajo de la cama. Era gigante. Tenía el tamaño de un gato bebé. La mantis salió de abajo de la cama y saltó sobre la colcha a la altura de la mitad de la cama. Me miró con esos dos ojos de huevo que tiene. Yo estaba aterrorizada y metí la cabeza debajo de la manta.

Tenía muchísimo miedo pero no podía gritar. ¡No me salía la voz! Lo único que podía hacer era esconderme bajo la manta y pegarme a la pared. En eso la mantis bajó de mi cama y subió otra mantis, igual de grande y terrorífica. Y después esa bajó y subió otra. Bajaban y subían sin parar. Bajaban y subían como si estuvieran haciendo un círculo de abajo a arriba de la cama. No terminaban más. Yo transpiraba, el corazón me latía fuerte y tenía miedo, mucho miedo.

De a poco me senté sobre la almohada. Quería bajar de la cama para ir a buscar a mi mamá. Cuando quise bajar, vi que el piso de la habitación estaba lleno de mantis. Ahí sí grité.

–MAMÁÁÁÁÁÁÁ´¡¡¡¡MAMIIIIIIIIIIIIIIIII!!!! ¡¡¡MAMÁ, VENÍÍÍÍÍ!!! ¡¡¡AHHHHHHH!!!

Mi papá llegó corriendo. Se acercó a mí y yo lo quise trepar. Mi viejo es alto y me acuerdo vívidamente de querer treparme por su torso. Estaba desesperada intentando trepar a mi papá. Él estaba parado al lado de la cama. Yo quería treparlo y estar bien lejos del piso.

–¿Qué pasa, hija?–dijo mi mamá cuando entró al cuarto.

–¡¡BICHOS, BICHOS!!–gritaba yo y señalaba el piso.

Mi mamá y mi papá buscaron los bichos. No había nada.

–¿Le habrá picado una araña? Tiene las pupilas dilatadas–dijo mi mamá.

–No sé. Vamos a ver si encontramos algo–dijo mi papá y me hizo upa.

Yo seguía gritando a upa de él. Saqué los brazos de alrededor de su cuello y toqué sus brazos. Ahí grité más fuerte porque veía cucarachas. En vez de ver y sentir los pelos de los brazos de mi papá, yo veía y sentía cucarachas. Y hormigas. Y me picaban.

Mis papás estaban desesperados. No habían encontrado ninguna araña ni ningún insecto extraño. Pensaron que estaba teniendo una pesadilla de sonámbula, pero las pesadillas no duran tanto tiempo. Grité dos horas ininterrumpidas hasta que me calmé un poco. Entonces mi mamá hizo un círculo de tiza en la habitación.

–Meri, los bichos no pueden entrar acá. Quedate tranquila. Vení con mamá–dijo estirando los brazos. Mi papá me llevó hasta el círculo de protección.

Ella se sentó en canastita en medio del círculo. Me hizo upa y me dormí.

***

Al día siguiente, mi mamá sospechó que las pinturitas me habían hecho alucinar porque encontró el paquete medio vacío. Yo había dejado el juego de pinturitas en el piso del living y ella se dio cuenta de que estaba demasiado gastado. Llevó lo que quedaba de las pinturitas a un laboratorio para que las analizaran. Tenían, entre otros componentes, mescalina. La mescalina, por supuesto, es un ingrediente ilegal que no se puede usar en juguetes infantiles. Mi papá se puso en campaña y logró que saliera de circulación esa marca de pinturitas. Ni me acuerdo cuál era la marca. Él tampoco.

La verdad es que no sé cómo hacían Aldous Huxley, Hunter Thompson o Jean Paul Sartre. La mescalina te da un mal viaje espantoso, terrorífico y muy perturbador. La psicodelia, definitivamente, no es para mí.

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El día que me depilaron de a dos

La depilación es un acontecimiento traumático para mí. No por el dolor, sino porque al poco tiempo de haber ocurrido demuestra su ineficacia. Cuando me depilo yo, siempre tardo mil horas y pegoteo cera por todos lados. En cambio, a veces me gusta disfrutar del placer burgués de pagar para que me depilen en poco tiempo y de forma profesional.

Tengo dos depiladoras de cabecera. Una en Funes, histórica, que es quien me depiló por primera vez y conoce mis vaivenes sentimentales con Lucas, además de los quilombos que tuve con mi mamá, y demás intimidades. La otra, en Rosario, es más hosca y silenciosa. A la de Funes la veo poco porque no voy casi nunca a mi lugar de origen. Me gusta más que la rosarina. Trabaja mejor, cobra menos y tiene revistas boludas que me encanta leer.

El martes feriado, 24 de marzo, le escribí un mensaje de texto para ver si me podía atender el miércoles a la mañana, bien temprano. Por suerte me respondió que sí. Ese día me levanté con Lucas, desayunamos con sus viejos, y después me dejó en la casa de ella.

Siempre me recibe con un beso y un abrazo. Me hace pasar a su consultorio y ahí me saco el jean, me acuesto en la camilla y me relajo. Cada vez que voy charlamos de lo mismo: lo que pasa en Funes, alguna noticia o chisme del momento y banalidades políticas. En algunas ocasiones Adriana me alcanza una revista Cosmopolitan, o sino prende la tele y miramos un programa de chimentos. Suelo estar unos cuarenta minutos en su casa.

Siento paz acostada en la camilla. Los tirones me tensionan, pero la cera caliente y el ambiente exento de preocupaciones me tranquilizan. Me quedo acostada, dócil, mientras ella trabaja. A veces no tengo ganas de hablar y Adriana se da cuenta. A veces la conversación o la revista o la tele hacen que el tiempo pase más rápido.

Mis visitas siempre se desarrollan con calma. Hasta que este miércoles 25 algo me perturbó.

Adriana me recibió al horario establecido. Pasé, le di un beso y un abrazo y comencé a sacarme la ropa. En eso llegó su hija. Es un poco más grande que yo. Me intimidó un poco la presencia de otra persona mientras yo estaba en ropa interior. Igual no lo demostré. La saludé y me acosté en la camilla. Pensé que se iba a ir. Pero no. Se quedó. Yo no entendía muy bien que estaba pasando.

–Ella quiere aprender a depilar, así que hoy va a trabajar conmigo.

Tenía ganas de decirle que no, que no me gustaba. No dije nada porque no tenía razones para justificarme. Podría haber dicho que era un momento muy íntimo y que no quería estar expuesta ante alguien que no conocía. Me hubiera sentido como una boluda diciendo algo así, por más de que era lo que realmente pensaba. Me callé y sonreí.

La situación fue un poco escalofriante. Aunque suene exagerado, yo me sentía como si estuviera en una mesa de disección. Parecía que me estaban evaluando dos personas que no tenían mucha idea de lo que hacían, que se acercaban con una sustancia viscosa demasiado caliente y la ponían en mi piel sin preguntarme antes si quería que eso pasara o no. Sus caras se acercaban y me parecían inmensas, grotescas. Las dos hablaban al mismo tiempo y yo no tenía tiempo de responder. La depiladora que yo amaba había desaparecido.

–¿Cómo anda el laburo? – dijo Adriana.

–Bien, ahora…

–¿A qué te dedicás? – preguntó la hija.

–Soy…

–Ella es profe de inglés, es un bocho, no sabés – respondió Adriana.

–Bueno, gracias.

–¿Vos vivís acá?–me preguntó la hija mientras desparramaba un poco de cera a la altura de la pantorrilla.

–No. En…

–¿Te quedaste en Rosario, o no, Meri?

–Sí. Me gusta más…

–Claro, claro. Tu mamá siempre venía acá y decía que eras tan rebelde. Inteligente, también. Ella es la hija de Liliana, la peluquera.

–Ahhhh–dijo la hija y tiró.

–Que en paz descanse, tu mamá.

Yo no dije nada. Me sentía muy incómoda. Quería que me alcanzara una revista o prendiera la tele.

–Pasale un poquito más de cera por acá, Euge–Indicó Adriana–¿Y tu papá?

–Bien, bien.

–Fuimos a unas clases de yoga con Inés, ¿viste? ¡Qué agradable! ¡Qué buena docente!

–Ah, mirá…

–¿No me digas que tu papá es Roberto, el de la ferretería?–preguntó Eugenia.

–Sí, es él. Inés no es la mamá de ella, eh–dijo Adriana.

–Ahhhh–otro tirón. Éste me dolió más.

–Inés sabe un montón del I–Ching. A mí me encanta hablar con ella después de las clases–dijo Adriana.

–Sí. A ella le gusta mucho todo lo místico–dije yo.

–Igual que a nosotras, mamá–dijo Eugenia.

–Sí. Ahora estamos organizando un viaje a la virgen de Salta, ¿querés venir?

–¿Cuándo es?–pregunté. Pregunté por educada, ya sabía que no iba a ir sin importar la fecha en que lo hicieran.

–Ahora en Semana Santa.

–Ah, no puedo. Me voy a Córdoba–mentí.

–¡Qué lástima! No sabés la experiencia hermosa que es–dijo Eugenia. Ya casi había terminado con mis piernas. Ahora venía lo más doloroso.

–¿Sintieron olor a rosas cuando fueron?

–Sí. Es impresionante. Y sentís una paz, una paz que no te puedo explicar.

–Una amiga mía fue y se cayó cuando la tocó la mujer. Vio todo azul y se cayó.

–¡Qué bueno! A nosotras no nos pasó eso, Euge…

–No…

Mientras tanto, en mi cabeza: “¡CÓMO DUELE EL CAVADO, LA PUTA MADRE!”.

–¿Y vas seguido del Padre Ignacio?–me preguntó Adriana. Fue la pregunta más descolocada que me hicieron en la vida.

–Ehhhh…nunca fui.

–¿¡Cómo que no!? Qué raro que no hayas ido del Padre Ignacio, vos que sos tan religiosa

¿Religiosa, yo? Mi depiladora, como muchas personas, confunde religiosidad con curiosidad. Que sepa cosas sobre la Biblia no me hace necesariamente creyente. A mí me gusta leer sobre temas diversos y escuchar experiencias de todo tipo de personas. Sé sobre la virgen de Salta, sé sobre el Padre Ignacio, sé sobre Jesús. Saber no significa creer.

–Ehhhh…bueno. Algún día voy a ir.–Esto lo dije de verdad. Me sugestiona el fenómeno Padre Ignacio. Es un cura sanador que te tira la posta sin conocerte. Te toca justo donde te duele o tenés una enfermedad que no sabés que tenés y te dice algo reconfortante. Conozco gente que no es creyente, que igual fue a una de sus misas, y salió asombrada y feliz.

–¿Conocés la obra del estigmatizado Giorgio Bongiovanni?–dijo Eugenia.

–No, contame.

–Es un periodista italiano. Cuando era jovencito le empezaron a aparecer los estigmas y el Cielo le dijo que él tenía una misión. Su misión era divulgar el Tercer secreto de Fátima, un secreto que la Iglesia nos ocultó durante miles de años…–“¡A la mierda!”, pensé. Por su discurso me di cuenta de que esto de Bongiovanni no era lo que yo había aprendido en catecismo. Me interesó.

–¿Y cuál es el secreto?

–Que hay más vidas después de ésta. Que somos seres reencarnados.–Eso definitivamente no me lo habían enseñado en catecismo.

–Qué loco. ¿Pero eso no se contradice con…?

–Él siempre fue un periodista antimafia en Italia y también tiene como misión destruir las mafias, porque las mafias son Satanás y están corrompiendo y destruyendo el mundo–dijo con vehemencia. Adriana me siguió depilando porque la hija estaba ocupada contándome sobre Bongiovanni.

–Ajá…

–Ahora recorre el mundo contando su experiencia. Yo soy parte de la obra de él. Después te voy a dar un folleto para que leas.

–Bueno, gracias.

Ella salió de la habitación. Adriana amplió un poco lo que me había contado Eugenia y además nombró a Krishna, a Buda, a Confucio y a Mahoma. Esto era eclecticismo o sincretismo o mescolanza. Por ese motivo agarré el folleto que Eugenia me trajo y lo leí mientras me ponían crema.

Dejé el consultorio con la piel hermosa y conocimientos nuevos. La sensación de incomodidad que tuve al principio se disipó a medida que me contaban cosas de su fe. Fe que nunca voy a compartir, pero de la que sí me interesa saber.

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