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El día que descubrí que mi viejo quiere más a los amigos que a mí

Algunas personas reprimen completamente su Complejo de Edipo y no se acuerdan de nada. Lo que vivieron cuando tenían cuatro o cinco años desapareció de su consciencia por completo. Este no es mi caso. Yo recuerdo varias cosas de esa época. Me acuerdo de mis amigos del jardín, de las cosas que me gustaban hacer, de los peores retos de mi mamá y, por supuesto, del amor que sentía hacia mi papá. Sobre todo cuando estaba en jardín de cuatro. En ese momento estaba loca por él. Lo seguía por toda la casa, quería que siempre me tuviera a upa y lo abrazaba fuerte mientras miraba a mi mamá. Ella se reía. Me acuerdo que eso me daba bronca. Yo quería que estuviera celosa. Por suerte, ellos sabían lo que me estaba pasando y no se escandalizaban.

Un domingo primaveral mi papá había hecho un asado en el patio y estábamos comiendo con mis tíos y primos. Ellos son uno, dos y tres años más grandes que yo. Cuando yo iba en sala de 4, uno de ellos estaba en sala de 5 y los otros dos en primer y segundo grado. Mis primos decían que tenían novia.

–Mi novia es Fiorella–decía Julián.

–¿Pero ella sabe que es tu novia?–le preguntaba mi mamá.

–No. Ella es mi novia pero no sabe.

–¡Yo también tengo novia!–dijo Diego.

–¿Cómo se llama?

–Eliana. Y ella sí sabe. Ayer le di un beso.

–Eso es verdad. Me llamó la maestra para decirme que la nena se había largado a llorar–dijo mi tía por lo bajo.

–Uh, no. Están desatados.

–Sí, terrible.

–¿Tu novia quién es, Martín?

–Ahora no tengo. Era Josefina. Pero ahora ella gusta de Francisco.

Después mi papá, haciéndose el vigilante, me preguntó:

–¿Y vos Meri? ¿Tenés novio?

–Sí. Vos sos.

En ese momento todos se empezaron a reír. Yo no entendía de qué se reían. Estaba convencida de que mi papá era mi novio.

***

Por suerte atravesé el Edipo y no seguí enamorada de mi viejo. Esto suena obvio pero no lo es. Tengo amigas que hasta el día de hoy dicen: “mi viejo me encanta. Lástima que es mi viejo sino…”. Entonces dejan de hablar porque saben el nivel de incesto que encierran sus palabras. Aunque los pensamientos incestuosos existen, no hicieron el pasaje al acto. Al menos hasta ahora.

La indiferencia que sentí hacia mi viejo la mayor parte de mi infancia y adolescencia se transformó en odio cuando murió mi mamá. Él me presentó a su novia al poco tiempo de la muerte de ella. Eso me llenó de ira. Lo primero que pensé fue que le había metido los cuernos a mi mamá mientras ella se estaba muriendo. Ahora sé que no fue así. En ese momento estaba segura de que mi viejo la había cagado. Por eso lo despreciaba. Y no podía vivir con él y su novia.  Así que me mudé a Rosario para estudiar el profesorado y poder estar sola. Con la excusa de rendir materias y tener mucho trabajo me volvía poco a Funes. Él me llamaba casi todos los días y yo le hablaba con monosílabos. Además de ir poco a su casa, cuando él venía a Rosario me hacía la ocupada. No lo podía ni ver.

Con el tiempo me aflojé. Empecé a extrañarlo y a tener ganas de hablar con él. Así que poco a poco me fui acercando. Lo llamaba por teléfono, organizaba asados para el domingo al mediodía y lo invitaba a Rosario. Cada vez que él tenía que venir por trabajo íbamos a tomar un café o a almorzar, según sus compromisos y mis horarios de laburo. Estos dos últimos años nos manejamos así. Hasta hoy, sábado 21 de noviembre de 2015.

Nuestra historia de amor-indiferencia-odio-reencuentro llegó a un nuevo estadio. Un estadio impensado para mí.

El domingo del debate entre Scioli y Macri fui a Funes. Mientras lo mirábamos me dijo:

–El sábado que viene tengo un almuerzo con mis amigos en Rosario. Igual antes de ir paso un rato a saludarte. ¿Querés?

–Sí, dale–le dije yo y seguí leyendo lo que ustedes tuitiaban sobre lo mediocre del debate.

***

Hoy, sábado 21 de noviembre de 2015,  me levanté a eso de las 10. Durante el desayuno corregí exámenes y después me puse a leer The Catcher In The Rye por décima vez. Al mediodía me llamó mi viejo.

–¡Hola, pa!

–Hola, Meri. Estoy entrando a Rosario. En 15 minutos bajá que ya voy a estar ahí.

–¡Listo! Un beso.

–Beso.

Corté y me cambié. El clima está hermoso, así que me puse una pollera larga con la remera adentro del elástico y una camisa de jean como abrigo liviano. Después me cepillé los dientes, me peiné y me pinté un poquito. 15 minutos después bajé.

Mi papá estacionó el auto frente a mi edificio. Yo lo vi desde el hall de entrada. Salí y me subí al auto.

–¡Hola, papi!–dije y le di un beso y un abrazo.

–Hola, hija–dijo él.

–¿Cómo andás?–dije mientras me ponía el cinturón de seguridad.

–Bien, bien. Vamos a ser muchos hoy–dijo él.

–Qué bueno.

Terminé de abrochar el cinturón y esperé que el auto arrancara. Pero no pasó nada. Mi papá había dejado las balizas prendidas y el auto encendido. Ni siquiera lo apagó. Agarró su celular y se empezó a reír. Seguro le habían mandado algún meme boludo por WhatsApp. Me saqué el cinturón.

–¿Querés pasar a tomar un café? O sino vamos al bar de la esquina.

No me contestó. Estaba muy entretenido con el teléfono.

–Pa…

–Uh, perdón. No puedo, Meri. Me están escribiendo que ya están llegando–dijo sin mirarme.–El Oso Soria es una cosa de locos…

–Bueno.

Me quedé ahí sentada mientras él terminaba de contestar. El sonido de las balizas y del auto en marcha me ponían nerviosa. Quería irme.

–¿Vos cómo andás?–dijo y guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón.

–Bien. Recién terminé de corregir unos exámenes.

–¿Mucho laburo?

–Sí, por suerte sí.

–Mejor.

–Sí, mejor.

Silencio incómodo. Movió los dedos sobre el volante. “Tamborileó” es el verbo apropiado.

–Bueno…–empezó a decir.

–Chau, pa. Que lo pasen lindo–lo interrumpí. Le di un beso y me bajé del auto sin esperar respuesta.

Toda la situación me perturbó mucho. A pesar de los quilombos que tuvimos, mi viejo nunca me trató así. Siempre se organizaba para que pudiéramos charlar aunque sea 15 minutos, con un café o un plato de comida de por medio. Esta vez el contacto había sido tan superficial y tan forzado que me había angustiado.

Creo que es normal, o común, que los hijos no quieran tanto a los padres, o no los quieran ver tan seguido, o no demuestren tanto afecto hacia ellos. Pero que mi viejo me ignore fue fuerte. No me lo esperaba. Me di cuenta de que lo quiero más de lo que pensaba. Y de que lo necesito. Por eso me puse mal. Estaba acostumbrada a que me buscara él. Ahora él no había actuado así y eso me descolocó. Aunque nos veamos poco, aunque su novia me caiga bien pero con reservas y aunque no me guste mucho estar en su casa, necesito saber que está disponible para mí cuando lo necesito. Hoy no lo necesitaba por algún motivo específico. Únicamente necesitaba sentir su presencia y poder cruzar dos palabras con él. No quiero perder eso. Por este motivo se lo tengo que decir, porque ya aprendí que no hay que esperar mucho tiempo para decir lo que sentimos o pensamos. Aprendí que a veces puede ser demasiado tarde. Y no quiero que me pase lo mismo que ya me pasó.

 

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El día que reflexioné sobre las elecciones

Voté por primera vez en las elecciones presidenciales del año 2011. En ese entonces yo estaba en el segundo año del profesorado. Había hecho el cambio de domicilio, así que voté en Rosario. Esa fue la única vez que no trabajé en las elecciones.

En las legislativas del 2013 fui ayudante de mesa. Me ofrecí como voluntaria en la escuela donde labura la madre de una amiga. Le dije que si necesitaba gente me llamara. Enseguida me llamó. Una persona renunció y entonces ocupé su lugar. Hice la capacitación por Internet y el domingo a las 7 y 15 aparecí en la escuela. Me había llevado un machete con las cosas que no podía olvidar, el equipo de mate y unos apuntes de la facultad por si el día estaba tranquilo y tenía tiempo para leer. El machete fue útil a la hora del cierre de los comicios, el equipo de mate fue la salvación de las primeras horas de la tarde y los apuntes no salieron de mi bolso. La experiencia me encantó.

Durante mi primera vez, tuve que lidiar con un sistema mixto. En Rosario se votaban concejales y se usó la boleta única. A nivel nacional se votaban legisladores y se usó el sistema del cuarto oscuro con el sobre y el voto. Yo había estudiado el funcionamiento de ambos sistemas. Los había entendido. La gente, en cambio, estaba desorientada.

Este año me tocó ser presidenta de mesa. Trabajé tanto en las provinciales como en las nacionales, con el sistema de boleta única y el sistema tradicional. Por suerte, esta vez las elecciones estuvieron separadas y eso fue bueno para no confundir a los votantes. Creo que de ahora en más me van a llamar siempre porque soy docente y ya lo hice varias veces, así que soy candidata fija a recibir el telegrama de la Junta Electoral cada vez que haya que elegir gobernantes. Esta situación no me molesta ni me enoja, sino todo lo contrario.

Mis amigos se sorprenden cuando les comento que me gusta trabajar en las elecciones. «¿Por qué no renunciás?», «¡Qué garrón comerte un domingo ahí!» y «Estás loca» son algunas de las cosas que me dicen. En las elecciones generales de octubre le dije a mi viejo:

–Pa, ¿tan anormal soy que me gusta trabajar en las elecciones?

–Y sí, un poco sí–me respondió él.

Anormal o no, lo voy a seguir haciendo. Realmente me gusta. Me gusta tomar los DNI de las personas, explicarles dónde está el cuarto oscuro o cómo tienen que doblar la boleta única, hacerles firmar el padrón, escuchar el ruido que hace el troquel cuando lo corto, desearles que pasen un buen día. También me gusta charlar con los fiscales, compartir opiniones políticas, tomar mates fríos y lavados, querer morirme a la hora de la siesta y revivir a las 18 cuando los encargados de las fuerzas de seguridad cierran las puertas de la escuela y podemos hacer el recuento. Me gusta ponerme triste cuando apilo votos de un candidato que me parece detestable. Me gusta ver mi firma en los sobres, en el telegrama, en los certificados de escrutinio. Me gusta hablar con el encargado del Correo y entregarle el sobre de plástico, la urna y los sobrantes. Me gusta que me diga: “La lapicera quedatela, total la tiran”.

Todas las cosas típicas del día de votación me gustan. Pero no soy autoridad de mesa por estas cosas. O mejor dicho, sí lo soy, pero no representan el motivo principal. Todo esto es anecdótico. Aunque ya saben lo mucho que me gustan las cosas anecdóticas, mis razones son otras. Soy autoridad de mesa porque quiero devolverle al Estado lo que hizo y hace por mí. Pude estudiar en un instituto público y a lo mejor empiezo una carrera en la universidad pública. Esto es muy valioso, tanto en términos económicos como simbólicos. Muchas personas no tienen ni idea lo que cuesta la educación superior en otros países. Es casi imposible acceder. Por eso trabajo en las elecciones. Y por eso lo voy a seguir haciendo muchas veces más.

 

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El día que me dijeron que hablo entre líneas

–Vos hablás mucho entre líneas– me dijo un amigo de Lucas el sábado a la noche. Estábamos comiendo un asado en su casa. Lucas, yo, este pibe y otros amigos con sus novias.

No. En realidad no hablo entre líneas. Justamente hago lo opuesto. Soy sincera y directa. Digo lo que pienso. Y a veces lo que pienso es exactamente lo que digo. Ni más ni menos.

Intenté explicárselo pero no me escuchó.

–No, no hablo entre líneas. Te dije lo que quería decir.

–Sí, seguro–dijo él irónicamente.

El tema surgió porque estábamos hablando de mi relación con Lucas. No sé cómo llegamos al tema de los cumpleaños de 15. Algunas de las chicas contaron que hicieron fiesta con vestido largo, DJ, vals, catering y todo el circo. Otras se fueron a Disney. Yo conté que no hice ninguna de las dos cosas.

–Cuando tenía 14 años mi mamá me preguntó qué quería hacer para los 15. Yo dije que no quería ni fiesta ni viaje. Quería que me ayudara a irme a Europa cuando termine la secundaria. Ahí me enseñó a cortar el pelo para que yo me pague el viaje.

–¿Y te fuiste a Europa?

–¡Sí!

–¡Lo bien que hiciste!

–Sí, no me arrepentí nunca.

–¿Y fuiste a Bariloche?

–No.

–Yo tampoco–dijo otra de las chicas.

–En realidad, cuando tenía 14 decía que me iba a ir a Europa un año. Iba a mochilear un año entero. Y después iba a empezar la facultad.

–¿Y por qué no lo hiciste?

–Porque a los 15 conocí a Lucas y ya no quería estar lejos tanto tiempo–dije y lo agarré del brazo.

–¡O sea que Lucas te cagó la vida!–dijo este pibe, el que dice que hablo “entre líneas”.

–No, no dije eso.

–Pero te cagó el viaje a Europa.

–Él no me cagó nada. Viajé igual. Solamente no quise quedarme tanto tiempo allá porque quería estar con él. Yo lo decidí.

–Sí, seguro.

No iba a seguir discutiendo porque no tenía sentido. Lucas no dijo nada. Su amigo es muy calentón y nadie quiere provocarlo. Una vez que arranca a discutir no termina más.

Seguimos hablando de otros temas. Hasta que empezamos a hablar de él. El egocéntrico que dejó Funes para dedicarse a la música. Tiene un trío de tango y siempre están viajando por el mundo. La banda es buena y él es talentoso. Lástima que sea tan creído.

–La verdad es que nunca me imaginé que te ibas a dedicar a la música–le dije después de escuchar, con un poco de envidia, todos los países que visitó con su trío.

–¿Ah, no? ¿Y qué pensabas? “Este pelotudo no va a hacer nada”.

–¡No! ¡No dije eso!

–No lo dijiste pero lo pensaste.

–No. Lo que yo pensaba es que te ibas a dedicar a tu profesión nomás. Que ibas a ser contador siempre. Que la música iba a ser un hobby. O sea, que ibas a seguir tocando, pero en Rosario y nada más.

–Vos hablás mucho entre líneas–ahí me lo dijo y yo fruncí toda la cara.

–No, no hablo entre líneas. Te dije lo que quería decir.

–Sí, seguro–dijo él irónicamente.

En ese instante una de las chicas me preguntó algo y seguí hablando con ella. Igual me quedé pensando en lo que me dijo. Él siempre está a la defensiva. Por eso se toma un simple comentario como un ataque. Para mí es un pelotudo, no hay duda de eso. Pero es talentoso y sólo me sorprendió que se haya dedicado a la música. Tampoco pienso que Lucas me haya cagado la vida. Yo elegí quedarme.  Por otro lado, a lo mejor me molestó lo que me dijo porque tiene algo de razón. A lo mejor, en un nivel inconsciente, oculto lo que realmente quiero decir. Pero pienso que eso lo hacemos todos, sino sería imposible vivir en comunidad. Si siempre dijéramos lo que estamos pensando lastimaríamos a los que queremos. Supongo que tengo dos caras. Soy directa y honesta, no me gusta mentir y me gusta decir lo que pienso. La otra cara es la mentirosa, la de mentir no por falsedad, sino para no lastimar al otro. Creo que no está mal tener esta cara, siempre y cuando se revele muy pocas veces.

 

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