A comienzos de marzo, una conocida me pasó un texto académico sobre lingüística que quería presentar a un congreso internacional. Ella necesitaba que alguien se lo tradujera del español al inglés. Aunque hacer traducción inversa es difícil y poco recomendable, acepté el trabajo. Necesitaba la plata y el desafío. Además, quería hacerlo bien para que ella me recomendara y así se generaran más trabajos de traducción para hacer desde mi casa.
Pero desde que le dije que haría el trabajo me arrepentí de esa decisión.
El texto es muy complejo y se ocupa de cuestiones que conozco, pero no con tanta profundidad. Me llevó mucho tiempo investigar sobre el tema y también sobre las estructuras apropiadas del inglés para verter lo que ella escribió en castellano. Sentía tanto rechazo hacia la tarea, que sólo le dedicaba una o dos horas por día. A la larga me di cuenta de que dedicarle poco tiempo era peor, porque así dilataba la entrega final y sentía el peso de tener que trabajar en algo detestable todos los días de mi vida.
Ella tenía que presentar el trabajo la primera semana de mayo, así que la última de abril tuve que dedicarle más tiempo y atención a la traducción para finalmente sacármela de encima. El fin de semana del 23 y 24 de abril me dije: “es fin de semana, no tengo alumnos y voy a dedicarme de lleno al trabajo”. Claro que eso no pasó. Le dediqué dos horas el sábado, dos horas el domingo y el resto del tiempo miré series malas, del estilo de Pretty Little Liars.
El lunes 25 mi superyó empezó a presionarme. Tampoco pude concentrarme como tendría que haberlo hecho. No boludié, pero me sentía cansada y cualquier otra actividad me parecía más prioritaria que la traducción. Avancé con dificultad y tedio. Sabía que tenía unos días más y pensaba usarlos.
El martes 26 me levanté a las ocho. Recién tenía alumnos a la tarde, así que la mañana la iba a dedicar de lleno al trabajo. Y arranqué con esa intención. Decidida y concentrada. Hasta que me llegó un mensaje de Marta a eso de las nueve:
Meri podes venir hoy de 11 a 1? Curso de sec
Le dije que sí. No me podía negar por la plata y además porque Marta siempre me ayuda en mis estados económicos más críticos y por eso corresponde que yo la ayude cuando no consigue reemplazantes. Entonces me cambié y salí para la escuela.
***
Primer año de secundaria. Uno de los cursos más feos. Un cóctel de hormonas, excitación y desinterés. Yo intentaba explicar. Nadie me escuchaba. Amenacé varias veces con sacarles los celulares y no les importaba. Una vez que me daba vuelta volvían posar para las selfies y a actualizar sus redes sociales.
Las dos horas fueron una sucesión de retos, ruegos, amenazas, forreadas, persecución, insistencia. Ya no sabía qué recurso aplicar para que trabajaran. Estaban más insoportables que de costumbre. Más gritones. Más maleducados. Más contestadores. Más apáticos.
Me empezó a doler la garganta. También la cabeza. Me sentía rara. Tenía como un malestar generalizado. Supuse que era por el hambre. Había desayunado a las ocho y media y ya eran como las doce.
En un momento estaba dando indicaciones sobre un ejercicio. Yo estaba parada frente a toda la clase. Detrás mío estaba el pizarrón. Tenía puestos mis lentes hipster de marco negro grueso. Y movía mucho las manos mientras hablaba, como hago siempre. De repente, me pareció que la mano izquierda era más chica que la mano derecha. Me saqué los lentes. Moví la mano. Miré el dorso y la palma. Tenía el mismo tamaño que la mano derecha. Me volví a poner los lentes. Seguí hablando y moviendo las manos. Otra vez me pareció que la mano izquierda era más chica. Esta vez la vi mucho más chica, como si de mi muñeca saliera una mano de bebé. Los chicos no se dieron cuenta de nada porque esto pasó en segundos y yo no dejé de dar clases en ningún momento. Pero yo sí me di cuenta de que algo malo estaba pasando.
Terminé de dar clases, firmé el libro y me fui. En el colectivo cerré los ojos. Me dolía la zona derecha de la cabeza. Un dolor intenso, agudo. Abrí los ojos rápido porque tenía miedo de quedarme dormida y despertarme en cualquier lado. Cuando tenía los ojos abiertos me dolía más. Decidí entrecerrarlos: era la postura intermedia.
Desde el colectivo llamé por teléfono a una rotisería cercana a mi departamento y encargué una milanesa con papas fritas. Supuse que comer algo rico me haría bien, porque todos sabemos que muchas penas o dolores físicos se van después de ingerir hidratos de carbono o grasas, o sino hidratos de carbono y grasas al mismo tiempo. Fui a buscar la milanesa y la comí frente a la computadora junto a un nuevo episodio predecible y sobreactuado de Pretty Little Liars.
Después de los primeros bocados empecé a sentirme peor. Como asqueada. Igual seguí comiendo, porque me dolía la cabeza y seguro que me dolía porque hacía muchas horas que no comía nada. Evidentemente, el problema no era la falta de comida, porque apenas terminé la milanesa la vomité. Me seguía doliendo la cabeza así que tomé un ibuprofeno. Volví a vomitar. Todavía me quedaba algo de milanesa en el estómago. Tomé otro ibuprofeno y me acosté a dormir la siesta.
Cuando me levanté me sentía un poco mejor. Me seguía doliendo la parte derecha de la cabeza, pero no tenía ganas de vomitar. Me lavé los dientes y me maquillé un poco porque estaba muy pálida. A las cuatro de la tarde llegó mi alumna médica.
Al principio de las clases siempre corremos la tarea. Ella tenía que responder unas preguntas después de leer un texto sobre la BBC. Yo le leía las preguntas y ella me decía las respuestas correctas. O eso es lo que intentaba hacer, porque cuando quería leer la pregunta 1, leía la 3 y cuando quería leer la 2, leía la 5. Se me mezclaban los renglones.
–I’m sorry…–le dije cada vez que me equivocaba. Ahí volvieron las ganas de vomitar.
–¿Estás bien?–me preguntó ella. La noté preocupada.
–No. La verdad que no.
–¿Qué pasa?
Le conté todos los síntomas que había tenido a lo largo del día.
–Tenés un pico de estrés. Y cuando te duele así la cabeza, y además tenés vómitos y náuseas, es migraña.
–¿Y qué hago?
–¿Qué tomás cuando te duele mucho la cabeza?
–Ibuprofeno 600.
–Bueno, tomá uno. Y acostate. Acostate y no pongas la alarma. Que tu cuerpo se levante cuando lo necesite. Si a la tardecita te seguís sintiendo mal, llamame.
–Gracias. Y disculpame, pero voy a tener que cortar la clase ahora.
–No tenés que disculparte por nada. Descansá mucho.
–Gracias.
Apenas se fue, volví al baño y lancé lo que quedaba de la milanesa con papas. Tomé el tercer ibuprofeno del día y me acosté. Desde la cama cancelé el resto de las clases que tenía que dar esa tarde. Después me acomodé para dormir. Me dolía tanto la cabeza que no podía hacerlo. Así que llamé a Flor.
–Flor, ¿podés hablar?
–Sí, Meri. ¿Estás bien?
–No. Tengo un pico de estrés.
–¿¡QUÉ!? Ya voy para allá.
–No, no. No vengas porque ya estoy acostada. Mi alumna médica me dijo que tengo que dormir.
–Ay, Meri. Yo te dije que tenías que bajar un cambio.
–Sí, ya sé. ¿Podés hablar en serio? ¿No estás cursando?
–No, hay paro.
–Ah, bueno. Te llamé para que habláramos al pedo. Así me relajo y me duermo.
–Está bien. Contame que pasó.
Le conté todo. Ella me dio su explicación psicológica y después de que corté me dormí enseguida. Me desperté sola, como me dijo la médica, a las siete y media de la tarde. Ya no había sol. Me sentía bien y tenía apetito. Sin dudas había sido algo psicosomático, porque si por una cuestión exclusivamente orgánica vomitás, a las tres horas no te sentís con ganas de comer y sin náuseas. Yo ya estaba bien de nuevo. Con hambre y con energía para hacer cosas.
Me bañé y llamé a Inés.
–¡Meri! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo andás?
–Hola, Inés. Más o menos. ¿Puedo ir para allá esta noche?
–¡Sí, claro! ¿Venís ahora?
–Sí, estoy yendo a tomar el colectivo.
–Bárbaro. Te esperamos con la comida.
–Gracias.
–Un besito. Cuidate.
–Chau.
Me gustó que no preguntara qué me pasaba y que, en su lugar, me hiciera una propuesta reconfortante como esperarme con la comida.
***
A eso de las 11 de la noche estábamos los tres mirándonos y tomando vino. Yo tenía la cara hinchada y roja. Había llorado bastante cuando les contaba todo lo que me había pasado.
–Y lo que más me da bronca es ser débil. Porque sino puedo dar clases en escuelas es porque soy débil.
–No digas eso, hija.
–Es que es así, pa. Soy una pendeja débil. Una boluda. Pero bueno. Esa es mi realidad. O lo que me tocó. No sé. No puedo seguir dando clases en escuelas. Me angustio, me pongo mal. Ya hace mucho que me pasa esto. Ahora peor. No sé por qué lo tengo tan agudizado.
–Porque ya no va más y tu cuerpo te lo hizo saber–dijo Inés.
–Sí, puede ser. Es como que ignoré todo lo que sentía hasta que me enfermé. Y por suerte me di cuenta de que ya está. No puedo hacerlo más. No lo veo como un desafío ni nada de eso. Tengo muchos amigos, o gente que estudió conmigo, que ve la docencia como la forma de motivar a los adolescentes y qué se yo. A mí no me pasa eso. Yo me voy mal de las escuelas. Me duele la cabeza, me siento mal.
–Está bien, Meri. No tenés que pedir disculpas por sentirte así. Lo bueno es que te hayas dado cuenta, porque si seguías te iba a ser peor–dijo mi viejo.
–Sí, eso es verdad. Ahora con mis alumnos particulares estoy bien. O sea, no soy millonaria. Pero me alcanza para mantenerme y pagar mis cosas.
–Nosotros te podemos ayudar. Vos ya sabés–dijo mi viejo.
–Sí. Gracias. Pero no hace falta. Ahora quiero estar tranquila un tiempo. Algo va a aparecer.
–Seguro que sí, Meri. Sos inteligente, responsable, creativa. La gente se da cuenta de eso. ¿Además ahora no estuviste haciendo traducciones? Seguro que podés conseguir algo por ahí. Pero tenés que relajarte. Cuando estás tranquila te va mejor. Ahora ya tenés algo de trabajo y eso se va a ir multiplicando. Quedate tranqui.
Yo sonreí y tomé otro sorbo de vino. Inés me dijo exactamente lo que yo necesitaba escuchar. Me entendió, me calmó y me hizo compañía. Mi mamá, en cambio, me hubiera dicho: “si te hace mal no te anotes en escuelas y listo”. Listo. Seguro que hubiera querido arreglar la situación con un “listo”. En vez de entender que yo había tomado la decisión que tenía que tomar, hubiera reaccionado con frialdad. Como si yo hubiera terminado un trámite boludo y ahora era momento de pasar a otra cosa. Y listo.
***
El miércoles me desperté a las 12. Había puesto la alarma a las 10, pero debo haber apagado el celular de dormida. Amanecí cuando necesitaba amanecer. Eso estuvo bien después de un día tan estresante.
Después del almuerzo me llegó un mensaje de Marta:
Meri reemplazo de sec el lunes de 10.50 a 13?
Le respondí:
Hola, Marta. No voy a poder tomar este reemplazo ni ningún otro. Decime a que hora te puedo llamar así te explico bien.
Ella nunca me contestó. Yo quería explicarle por qué no voy a ser más la reemplazante. En realidad, no importa que lo sepa. Yo lo sé y eso es suficiente. Lo que todavía no sé es qué quiero. Pero al menos sé lo que no quiero. Y por ahora eso me alcanza.