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El día que decidí dejar de ser la reemplazante

A comienzos de marzo, una conocida me pasó un texto académico sobre lingüística que quería presentar a un congreso internacional. Ella necesitaba que alguien se lo tradujera del español al inglés. Aunque hacer traducción inversa es difícil y poco recomendable, acepté el trabajo. Necesitaba la plata y el desafío. Además, quería hacerlo bien para que ella me recomendara y así se generaran más trabajos de traducción para hacer desde mi casa.

Pero desde que le dije que haría el trabajo me arrepentí de esa decisión.

El texto es muy complejo y se ocupa de cuestiones que conozco, pero no con tanta profundidad. Me llevó mucho tiempo investigar sobre el tema y también sobre las estructuras apropiadas del inglés para verter lo que ella escribió en castellano. Sentía tanto rechazo hacia la tarea, que sólo le dedicaba una o dos horas por día. A la larga me di cuenta de que dedicarle poco tiempo era peor, porque así dilataba la entrega final y sentía el peso de tener que trabajar en algo detestable todos los días de mi vida.

Ella tenía que presentar el trabajo la primera semana de mayo, así que la última de abril tuve que dedicarle más tiempo y atención a la traducción para finalmente sacármela de encima. El fin de semana del 23 y 24 de abril me dije: “es fin de semana, no tengo alumnos y voy a dedicarme de lleno al trabajo”. Claro que eso no pasó. Le dediqué dos horas el sábado, dos horas el domingo y el resto del tiempo miré series malas, del estilo de Pretty Little Liars.

El lunes 25 mi superyó empezó a presionarme. Tampoco pude concentrarme como tendría que haberlo hecho. No boludié, pero me sentía cansada y cualquier otra actividad me parecía más prioritaria que la traducción. Avancé con dificultad y tedio. Sabía que tenía unos días más y pensaba usarlos.

El martes 26 me levanté a las ocho. Recién tenía alumnos a la tarde, así que la mañana la iba a dedicar de lleno al trabajo. Y arranqué con esa intención. Decidida y concentrada. Hasta que me llegó un mensaje de Marta a eso de las nueve:

Meri podes venir hoy de 11 a 1? Curso de sec

Le dije que sí. No me podía negar por la plata y además porque Marta siempre me ayuda en mis estados económicos más críticos y por eso corresponde que yo la ayude cuando no consigue reemplazantes. Entonces me cambié y salí para la escuela.

***

Primer año de secundaria. Uno de los cursos más feos. Un cóctel de hormonas, excitación y desinterés. Yo intentaba explicar. Nadie me escuchaba. Amenacé varias veces con sacarles los celulares y no les importaba. Una vez que me daba vuelta volvían posar para las selfies y a actualizar sus redes sociales.

Las dos horas fueron una sucesión de retos, ruegos, amenazas, forreadas, persecución, insistencia. Ya no sabía qué recurso aplicar para que trabajaran. Estaban más insoportables que de costumbre. Más gritones. Más maleducados. Más contestadores. Más apáticos.

Me empezó a doler la garganta. También la cabeza. Me sentía rara. Tenía como un malestar generalizado. Supuse que era por el hambre. Había desayunado a las ocho y media y ya eran como las doce.

En un momento estaba dando indicaciones sobre un ejercicio. Yo estaba parada frente a toda la clase. Detrás mío estaba el pizarrón. Tenía puestos mis lentes hipster de marco negro grueso. Y movía mucho las manos mientras hablaba, como hago siempre. De repente, me pareció que la mano izquierda era más chica que la mano derecha. Me saqué los lentes. Moví la mano. Miré el dorso y la palma. Tenía el mismo tamaño que la mano derecha. Me volví a poner los lentes. Seguí hablando y moviendo las manos. Otra vez me pareció que la mano izquierda era más chica. Esta vez la vi mucho más chica, como si de mi muñeca saliera una mano de bebé. Los chicos no se dieron cuenta de nada porque esto pasó en segundos y yo no dejé de dar clases en ningún momento. Pero yo sí me di cuenta de que algo malo estaba pasando.

Terminé de dar clases, firmé el libro y me fui. En el colectivo cerré los ojos. Me dolía la zona derecha de la cabeza. Un dolor intenso, agudo. Abrí los ojos rápido porque tenía miedo de quedarme dormida y despertarme en cualquier lado. Cuando tenía los ojos abiertos me dolía más. Decidí entrecerrarlos: era la postura intermedia.

Desde el colectivo llamé por teléfono a una rotisería cercana a mi departamento y encargué una milanesa con papas fritas. Supuse que comer algo rico me haría bien, porque todos sabemos que muchas penas o dolores físicos se van después de ingerir hidratos de carbono o grasas, o sino hidratos de carbono y grasas al mismo tiempo. Fui a buscar la milanesa y la comí frente a la computadora junto a un nuevo episodio predecible y sobreactuado de Pretty Little Liars.

Después de los primeros bocados empecé a sentirme peor. Como asqueada. Igual seguí comiendo, porque me dolía la cabeza y seguro que me dolía porque hacía muchas horas que no comía nada. Evidentemente, el problema no era la falta de comida, porque apenas terminé la milanesa la vomité. Me seguía doliendo la cabeza así que tomé un ibuprofeno. Volví a vomitar. Todavía me quedaba algo de milanesa en el estómago. Tomé otro ibuprofeno y me acosté a dormir la siesta.

Cuando me levanté me sentía un poco mejor. Me seguía doliendo la parte derecha de la cabeza, pero no tenía ganas de vomitar. Me lavé los dientes y me maquillé un poco porque estaba muy pálida. A las cuatro de la tarde llegó mi alumna médica.

Al principio de las clases siempre corremos la tarea. Ella tenía que responder unas preguntas después de leer un texto sobre la BBC. Yo le leía las preguntas y ella me decía las respuestas correctas. O eso es lo que intentaba hacer, porque cuando quería leer la pregunta 1, leía la 3 y cuando quería leer la 2, leía la 5. Se me mezclaban los renglones.

–I’m sorry…–le dije cada vez que me equivocaba. Ahí volvieron las ganas de vomitar.

–¿Estás bien?–me preguntó ella. La noté preocupada.

–No. La verdad que no.

–¿Qué pasa?

Le conté todos los síntomas que había tenido a lo largo del día.

–Tenés un pico de estrés. Y cuando te duele así la cabeza, y además tenés vómitos y náuseas, es migraña.

–¿Y qué hago?

–¿Qué tomás cuando te duele mucho la cabeza?

–Ibuprofeno 600.

–Bueno, tomá uno. Y acostate. Acostate y no pongas la alarma. Que tu cuerpo se levante cuando lo necesite. Si a la tardecita te seguís sintiendo mal, llamame.

–Gracias. Y disculpame, pero voy a tener que cortar la clase ahora.

–No tenés que disculparte por nada. Descansá mucho.

–Gracias.

Apenas se fue, volví al baño y lancé lo que quedaba de la milanesa con papas. Tomé el tercer ibuprofeno del día y me acosté. Desde la cama cancelé el resto de las clases que tenía que dar esa tarde. Después me acomodé para dormir. Me dolía tanto la cabeza que no podía hacerlo. Así que llamé a Flor.

–Flor, ¿podés hablar?

–Sí, Meri. ¿Estás bien?

–No. Tengo un pico de estrés.

–¿¡QUÉ!? Ya voy para allá.

–No, no. No vengas porque ya estoy acostada. Mi alumna médica me dijo que tengo que dormir.

–Ay, Meri. Yo te dije que tenías que bajar un cambio.

–Sí, ya sé. ¿Podés hablar en serio? ¿No estás cursando?

–No, hay paro.

–Ah, bueno. Te llamé para que habláramos al pedo. Así me relajo y me duermo.

–Está bien. Contame que pasó.

Le conté todo. Ella me dio su explicación psicológica y después de que corté me dormí enseguida. Me desperté sola, como me dijo la médica, a las siete y media de la tarde. Ya no había sol. Me sentía bien y tenía apetito. Sin dudas había sido algo psicosomático, porque si por una cuestión exclusivamente orgánica vomitás, a las tres horas no te sentís con ganas de comer y sin náuseas. Yo ya estaba bien de nuevo. Con hambre y con energía para hacer cosas.

Me bañé y llamé a Inés.

–¡Meri! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo andás?

–Hola, Inés. Más o menos. ¿Puedo ir para allá esta noche?

–¡Sí, claro! ¿Venís ahora?

–Sí, estoy yendo a tomar el colectivo.

–Bárbaro. Te esperamos con la comida.

–Gracias.

–Un besito. Cuidate.

–Chau.

Me gustó que no preguntara qué me pasaba y que, en su lugar, me hiciera una propuesta reconfortante como esperarme con la comida.

***

A eso de las 11 de la noche estábamos los tres mirándonos y tomando vino. Yo tenía la cara hinchada y roja. Había llorado bastante cuando les contaba todo lo que me había pasado.

–Y lo que más me da bronca es ser débil. Porque sino puedo dar clases en escuelas es porque soy débil.

–No digas eso, hija.

–Es que es así, pa. Soy una pendeja débil. Una boluda. Pero bueno. Esa es mi realidad. O lo que me tocó. No sé. No puedo seguir dando clases en escuelas. Me angustio, me pongo mal. Ya hace mucho que me pasa esto. Ahora peor. No sé por qué lo tengo tan agudizado.

–Porque ya no va más y tu cuerpo te lo hizo saber–dijo Inés.

–Sí, puede ser. Es como que ignoré todo lo que sentía hasta que me enfermé. Y por suerte me di cuenta de que ya está. No puedo hacerlo más. No lo veo como un desafío ni nada de eso. Tengo muchos amigos, o gente que estudió conmigo, que ve la docencia como la forma de motivar a los adolescentes y qué se yo. A mí no me pasa eso. Yo me voy mal de las escuelas. Me duele la cabeza, me siento mal.

–Está bien, Meri. No tenés que pedir disculpas por sentirte así. Lo bueno es que te hayas dado cuenta, porque si seguías te iba a ser peor–dijo mi viejo.

–Sí, eso es verdad. Ahora con mis alumnos particulares estoy bien. O sea, no soy millonaria. Pero me alcanza para mantenerme y pagar mis cosas.

–Nosotros te podemos ayudar. Vos ya sabés–dijo mi viejo.

–Sí. Gracias. Pero no hace falta. Ahora quiero estar tranquila un tiempo. Algo va a aparecer.

–Seguro que sí, Meri. Sos inteligente, responsable, creativa. La gente se da cuenta de eso. ¿Además ahora no estuviste haciendo traducciones? Seguro que podés conseguir algo por ahí. Pero tenés que relajarte. Cuando estás tranquila te va mejor. Ahora ya tenés algo de trabajo y eso se va a ir multiplicando. Quedate tranqui.

Yo sonreí y tomé otro sorbo de vino. Inés me dijo exactamente lo que yo necesitaba escuchar. Me entendió, me calmó y me hizo compañía. Mi mamá, en cambio, me hubiera dicho: “si te hace mal no te anotes en escuelas y listo”. Listo. Seguro que hubiera querido arreglar la situación con un “listo”. En vez de entender que yo había tomado la decisión que tenía que tomar, hubiera reaccionado con frialdad. Como si yo hubiera terminado un trámite boludo y ahora era momento de pasar a otra cosa. Y listo.

***

El miércoles me desperté a las 12. Había puesto la alarma a las 10, pero debo haber apagado el celular de dormida. Amanecí cuando necesitaba amanecer. Eso estuvo bien después de un día tan estresante.

Después del almuerzo me llegó un mensaje de Marta:

Meri reemplazo de sec el lunes de 10.50 a 13?

Le respondí:

Hola, Marta. No voy a poder tomar este reemplazo ni ningún otro. Decime a que hora te puedo llamar así te explico bien.

Ella nunca me contestó. Yo quería explicarle por qué no voy a ser más la reemplazante. En realidad, no importa que lo sepa. Yo lo sé y eso es suficiente. Lo que todavía no sé es qué quiero. Pero al menos sé lo que no quiero. Y por ahora eso me alcanza.

 

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El día que me caí de la banana

Con mi alumna médica trabajamos con la colección English File. Este año empezamos el libro de nivel Upper-intermediate. La primera parte de la segunda unidad se llama “Call the doctor?” y se trabaja con vocabulario específicamente médico. Esta unidad la terminamos bastante rápido porque ella conocía la mayoría de las palabras.

Un día, cuando estábamos practicando conversación, le hice la siguiente pregunta sugerida por el libro:

–Have you ever been in a situation where you had to give first aid? Who to? Why? What happened?

En castellano sería: ¿Alguna vez tuviste que darle primeros auxilios a alguien? ¿A quién? ¿Por qué? ¿Qué pasó?

Antes de que ella me respondiera, agregué:

–I know that you are a doctor, so you give first aid all the time. But have you ever given first aid without being at work?

Le aclaré que yo sabía que ella era médica y que por lo tanto atendía a distintas personas todos los días. En este caso la pregunta se refería a una situación por fuera de su trabajo.

–Yes. I did it. In Brazil. I was with a tour and one of the girls had a problem with the…banana.

(–Sí. Lo hice. En Brasil. Yo estaba con un tour y una de las chicas tuvo un problema con la…banana).

Me resultó raro que dijera “the banana” y no “a banana”, pero no quería interrumpirla. Cuando ella terminara el relato la corregiría.

–The girl fell down and hurt her head.

(–La chica se cayó y se lastimó la cabeza).

Yo estaba muy confundida y empecé a fruncir la cara.

–What?

–Yes. It was fast and she fell.

–Ahhhhhhhhhh. ¿Vos me estás hablando de la banana que va en el mar?–le dije en castellano.

–¡Sí!

–Ahhhhhhhh, ahora sí. Yo estaba pensando que había tenido un problema cuando comía una banana.

–No, no. Se cayó de la banana y se lastimó la cabeza. Así que la fui a revisar.

–Pobre. ¿Se lastimó mucho?

–Quedó inconsciente. Pero en seguida llegó una ambulancia. La llevaron a un sanatorio, yo la acompañé. Le hicieron estudios y por suerte no tenía nada.

–Menos mal.

–Sí.

–¡Y qué suerte que estabas vos ahí para acompañarla y todo!

Ella sonrió nomás. Es modesta.

–Yo también una vez me caí de la banana–le dije.

–¿Ah, sí?

–Sí.

Ahí pasé a contarle mi problema con la banana, historia que ahora les voy a contar a ustedes.

***

Cuando yo tenía unos 10 años, fuimos de vacaciones a Las Toninas. Aunque todo el mundo se ríe de esta pequeña ciudad del Partido de la Costa, a mí me encantó. En la televisión la toman como símbolo de viaje barato, de lugar poco glamoroso. Es exactamente así. Y eso es lo bueno.

En este viaje nos acompañaron mis tíos con mis primos. Ellos iban en su auto y yo iba con mi mamá y mi papá en el nuestro. Nos hospedamos en dos dúplex que mi mamá había reservado. Estaban sobre la costanera y a una cuadra del centro. Mejor imposible.

Todos los días eran iguales y hermosos. Nos despertábamos a eso de las ocho, desayunábamos todos juntos en uno de los dúplex y nos íbamos a la playa. A veces volvíamos a la casa para almorzar, pero muchas veces comíamos choclos o sándwiches sobre la arena. A la tarde seguíamos disfrutando del mar y de juegos de playa como el tejo, las paletas o la creación de castillos. Yo también leía mucho y mis primos se reían de mí. Esas vacaciones leí Harry Potter y la piedra filosofal, el primero de la saga. Creo que este viaje también me gustó mucho porque descubrí a Harry Potter.

A las seis de la tarde empezaba a refrescar. Volvíamos al dúplex, nos bañábamos y nos íbamos a pasear al centro. De noche la calle principal se volvía peatonal, así que nuestros papás nos dejaban tranquilos porque no había peligro. Con mis primos íbamos a jugar a los videojuegos. Ellos siempre me ganaban. Muchas veces me dejaban de lado y yo me largaba a llorar. Mi tía aparecía, los cagaba a pedo y recién ahí me volvían a integrar. Pero eso duraba poco.

Después del recorrido por la peatonal parábamos en algún lugar a comer. Casi siempre comida chatarra, otro motivo por el cual estas vacaciones me parecieron geniales. Y después de la cena de nuevo al dúplex a dormir. Un par de días fuimos al cine a la noche y entonces cenamos más tarde.

Lo bueno de las vacaciones infantiles es que tus papás son suficientes para vos. No sentís la presión o el deseo de tener que salir de noche para conocer gente, para garchar, o para divertirte. Yo estaba feliz porque contaba con la presencia de mis papás durante todo el día, ininterrumpidamente. En Funes nunca era así porque ellos trabajaban mil horas y yo estaba mucho en la escuela, en inglés, en danza o en la casa de mi abuela. Además de mis papás, también estaban mis primos, que no me daban mucha bola pero que yo admiraba y perseguía por todos lados hasta que me aceptaban en sus juegos.

Y un día llegó ella: la banana. Dos o tres personas arrastraban una especie de carro. Este carro sostenía a la moto de agua y a la banana. Cuando los vimos pasar por la playa, fuimos corriendo a hablar con ellos.

–¿Qué es eso?–pregunté yo.

–¡María, salí!–me dijo mi primo más grande, Diego.–¿Cuándo sale la banana?

–Va a salir mañana a la mañana. Vamos a estar allá, en la parada 36–dijo una chica muy bronceada con trencitas en todo el pelo.

–¡Gracias!–dijo Julián.

Me quedé mirando la banana y ellos volvieron corriendo a la sombrilla. La chica de las trencitas me sonrió y entonces yo también volví a la sombrilla. Encontré a mis primos entusiasmados. Intentaban convencer a sus papás de que los dejaran ir a la banana.

–¡Dale, mamá! ¡Por favor, por favor! Te re contra juro que como más verduras. Por favor, por favor, por favor–insistía Martín.

–¡Papi! ¡Dale! ¡Lo pagamos nosotros con nuestros ahorros!–decía Julián.

–¿Vos no decís nada?–le pregunté a Diego. Estaba sentado en una manta y comía un choclo.

–A mí ya me dejaron porque soy el más grande.

–Ah–dije yo y me acerqué a mis papás.–Mami, ¿puedo ir?

–No, María. Sos muy chica y es peligroso–dijo mi mamá. En una mano tenía un mate y en la otra un libro.

–¡Dale, ma! Ellos me cuidan.

–Dije que no, María.

–¡Papi! ¡Porfa!

–Ya escuchaste a tu madre–dijo mi papá. Ella era la que siempre decidía todo y él no la iba a contradecir nunca.

Ahí empecé a llorar. De chica tenía la lágrima fácil.

–¡Por favorrrrrrrrrrrrrr! ¡No me arruinen las vacaciones!–insistí.

–Ay, Meri. No seas espamentera.

Mis primos más chicos abrazaban a sus papás. Los habían dejado ir a la banana.

–Dale, ma. Ellos van. No quiero ser la única que no va.

–No es no.

–¡Porfiiiiiiiiiii! ¡Hago lo que vos quieras!

–María, me preguntás una vez más y nos vamos a Funes. ¿Te querés volver? ¿Voy armando el bolso?

Me quedé callada. Lloré un poco en silencio y después Harry Potter me hizo olvidar del tema.

***

Al día siguiente pasamos por la parada 36 y vimos un gazebo donde estaba guardada la banana. Había banderas de colores en el techo, dos motos de agua y una mesita con una silla. La chica de las trenzas estaba sentada ahí. Anotaba algo en unos papeles chiquitos y se los daba a la gente. Supuse que eran recibos que tenían que entregar cuando se subieran. O algo así.

–¡Ma! ¿Podemos ir a la banana ahora?–preguntó Diego.

–No. Recién desayunaron. En una hora van.

–¡Dale, ma!–dijo Julián.

–Dije que no–concluyó mi tía y ellos no volvieron a preguntar.

Una vez que nos instalamos, saqué el libro. Me hacía la que leía. En realidad, no podía dejar de mirar hacia el mar. La banana ya había arrancado. Iba a toda velocidad arriba de las olas y yo me moría de ganas de estar ahí.

–Mami…

–No, María–dijo mi mamá sin mirarme. Ya sabía lo que le iba a preguntar y bloqueó la conversación completamente.

Mis primos empezaron a jugar al fútbol y a cada rato se acercaban a la sombrilla.

–Ma, ¿ya es la hora?

–¡Todavía no!–les repetía mi tía, cada vez con menos paciencia.

Después de haber preguntado como 15 veces, consiguieron la respuesta que esperaban: ya había pasado la hora y podían ir a la banana. Cuando los vi arrancar hacia la parada 36 no sentí envidia. Sentí determinación. Si ellos iban a ir, yo también. Entonces agarré mi mochila y saqué 100 pesos que me había dado mi abuela para las vacaciones. Los apreté en el puño izquierdo.

–Mami, ¿los puedo acompañar? Voy a ver cómo se suben y después vengo–le dije a mi mamá.

–Bueno, andá. Pero volvés inmediatamente, ¿entendido?

–¡Sí, ma!–dije y corrí para alcanzarlos.

Se pusieron en la fila y la chica de las trenzas les cobró. Después les dio un recibo y les dijo que tenían que entregarlo al momento de subir. Yo vi esa situación y me puse al final de la fila. Pagué y también recibí el papelito.

–¿Qué hacés, Meri?–me dijo Julián cuando vio que a mí también estaban poniendo un chaleco salvavidas. Yo guardaba el vuelto en uno de los bolsillos del chaleco.

–Mi mamá me dejó al final–mentí.

–¡Buenísimo!–dijo Julián. Los hermanos no me dieron ni bola. Por algo Julián fue, es y será mi primo preferido.

Antes de subir nos dieron instrucciones:

–Miren que la banana va muuuuy rápido. Lo que tienen que hacer es agarrarse bien fuerte y también apretar las piernas para no caerse. ¿Entendido? Bien fuerte se tienen que agarrar. Porque si uno se cae al mar no lo vamos a buscar, ¿entendido? Si se caen se quedan allá en el agua y tienen que volver a la orilla nadando. La banana va a parar en altamar para que puedan nadar un poco. Van a ver que el agua es más clara allá adentro. Pero nada de caerse porque si no se tienen que volver solos. ¿Entendido?

–¡Sí!–dijimos todos bien fuerte.

Nos acomodaron estratégicamente para que los pesos quedaran bien repartidos. A mí me tocó atrás de todo porque era la más liviana. Al lado mío estaba una chica de unos 15 años. Ella estaba con su papá, su mamá y un hermano. También había dos varones que habían ido por separado. Y mis primos, claro.

Arrancamos despacio. La sensación inicial me gustó mucho. Nos íbamos deslizando por las olas y el agua me mojaba los pies. El viento me despeinaba pero no tenía frío. Hasta que agarramos velocidad. Ahora el agua salpicaba mucho y empecé a temblar. La parte más divertida fue cuando el que manejaba la moto doblaba a toda velocidad y eso casi nos hacía caer. Sentí algo raro en la panza, lo mismo que producen las montañas rusas. No me arrepentí para nada de haberme subido a la banana.

Hasta que me caí.

Sí, me caí en una de esos giros adrenalínicos. Estaba bien agarrada, hice fuerza con las piernas. Pero me caí igual. Quedé bastante lejos de la orilla, sola y con frío. Al principio me quedé quieta. Supuse que me iban a venir a buscar rápido. No venían. Y me acordé que cuando nos dieron las instrucciones nos dijeron que si nos caíamos teníamos que volver nadando. Así que eso hice. Empecé a nadar con mucha dificultad. Por suerte tenía chaleco. Sino no estaría acá contando esta historia.

Con cada brazada me acercaba un poco más a la orilla. La banana no aparecía. Yo seguía nadando por las dudas. En un momento vi a un hombre de unos cincuenta años con su hijo. Estaban metidos en una parte bastante honda. Seguro que yo no hacía pie en el lugar donde ellos estaban parados. Eran muy altos.

–¿Estás bien? ¿Te pasó algo? –me dijo el más joven cuando me vio llegar agitada hasta donde estaban ellos.

–Sí, gracias. Me caí de la banana.

–¿Y no te volvieron a buscar?–preguntó el padre, indignado.

–No. Dijeron que si nos caíamos no nos buscaban. Teníamos que volver nadando–dije yo mientras ellos me agarraban de los brazos, uno de cada lado, y me acercaban a un lugar donde pudiera hacer pie.

–Qué vergüenza–dijo el padre.

–Un desastre–agregó el hijo.

–Muchas gracias–dije yo cuando había hecho pie.

Caminé hasta la arena y después doblé hacia la derecha para ir a la parada 36. Recién ahí la banana había vuelto al lugar donde yo me había caído. Tardaron un poco. Un poco nomás. Moví los brazos para que vieran que estaba en la playa. No se dieron cuenta.

Llegué al gazebo y al instante llegó la banana. Estacionó y todos se bajaron.

–¿¡Qué hiciste!?–me preguntó el tipo que manejaba la moto de agua.

–Me caí. Perdón.

–¿¡Pero qué hiciste después!?

–Me volví nadando.

–¿¿¿¡¡¡POR QUÉ HICISTE ESO!!!??? ¡¡¡ES PELIGROSO!!!

–Porque vos dijiste que no nos volvías a buscar. Entonces nadé–dije con mucha tranquilidad. Yo no estaba asustada ni nada. Hice lo que él dijo que teníamos que hacer si nos caíamos.

–Nunca más hagas eso. Si te caés, te quedás quieta en el lugar donde te caíste. ¿Entendido?

–Entendido–dije yo.

Empezamos a volver para la sombrilla.

–¿Estás bien?–me preguntó Julián.

–Sí, en serio. No me pasó nada. Dos hombres me ayudaron.

–Menos mal.

–Ah, una cosa más–dije y frené. Mis primos vieron que había frenado y se quedaron parados.–No le digan nada a mis papás.

–¿Que te caíste?–pregunto Diego.

–No. No les digan nada de nada. Porque no me dejaban ir y fui igual.

–Listo–dijo Martín.

Ellos dos empezaron a correr hasta la sombrilla. Julián y yo fuimos caminando despacio.

–¡¡María!! ¡Estás en penitencia! Nada de jueguitos ni de cine para vos. ¡Y ni se te ocurra volver a desobedecerme, eh! ¡Porque ahí me vas a conocer!–me dijo mi mamá cuando yo estaba a un metro de la sombrilla.

Esa noche Julián y mi papá se quedaron conmigo en el dúplex para hacerme compañía. Jugamos al chinchón como cuatro horas. Fue una de las noches más felices de mi vida.

 

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El día que me obsesioné con los Illya Kurayaki

Cuando voy a un recital y puedo estar cerca del escenario, pienso que el cantante me va a mirar. No sólo me va a mirar, sino que le voy a generar curiosidad. Pienso que se va a dar cuenta de que no soy como esas groupies de cotillón que con tal de coger con alguien famoso hacen lo que sea. Se va a dar cuenta de que valgo la pena. Y después del recital se va a querer ir conmigo. Vamos a pasar una noche impresionante y nunca más nos vamos a volver a ver, pero cada tanto vamos a recordar nuestro encuentro porque será uno de los mejores de nuestras respectivas vidas.

Siempre tengo estas fantasías ególatras, aunque en realidad no hago nada para seducir al músico en cuestión. Mi parte racional no quiere saber nada con garchar con un músico porque sabe que los músicos meten la pija en cualquier lado. Pero mi parte irracional es muy productiva y no puede parar de inventar cosas. Casi todas las cosas que inventa tienen que ver con mi egocentrismo, no con tener sexo o con ser inolvidable para alguien. En mi vida, el ego pesa más que el amor.

Estos delirios de groupie no tienen nada que ver con Lucas. Podemos estar juntos o peleados. Es indistinto. Mi relación con él y mis fantasías no van por el mismo camino, aunque a lo mejor estoy más fabuladora cuando estamos peleados. Si me siento sola, invento más. Esa es mi forma de evadir la realidad.

Los recitales de Illya Kuryaki and the Valderramas son los que más despiertan mi imaginación. Los vi en el 2013 y en el 2014 y lo seguiría haciendo todos los años de mi vida. Sus shows te dan ganas de vivir, te transmiten una energía imposible de explicar con palabras, te hacen latir el corazón a mil. Creo que nunca sentí tanta nostalgia después de un recital como cuando los vi en el 2014. Me fui de Club Brown afónica de tanto cantar y triste porque se había terminado. Por otro lado, estaba entusiasmada y con mucho impulso para lograr las cosas que quería lograr en ese momento.

Yo había comprado las entradas para ir con Lucas, pero nos peleamos antes y entonces fui con Flor. Durante la época del recital estaba enojada con él y además estaba en un periodo de poca actividad sexual. En esa misma época también estaba mirando Game of Thrones. Justo el día del recital vi el capítulo en el que Jon Snow le chupa la concha a Ygritte. El capítulo entero lo vi una sola vez, mientras que esa escena en particular la vi como diez veces. Ese fragmento de segundos te calienta más que cualquier película porno.

Como habrán notado, mi cabeza y mi cuerpo eran una coctelera en ese septiembre del 2014. Ir a ver una banda que hace del erotismo su bandera fue una muy buena y una muy mala idea al mismo tiempo. Fue bueno porque me sirvió para olvidarme un poco de mis necesidades libidinosas. O al menos me sirvió para sublimar esas necesidades. Fue malo porque hubo momentos en los que el recital no me hacía olvidar mi estado actual, sino todo lo contrario: me despertaba muchos deseos urgentes. Y yo no quería despertar deseos urgentes estando sola y sin nadie a la vista.

Terminó el recital y yo me quedé con una parte de nostalgia porque había terminado y otra parte de excitación por lo mucho que había disfrutado esas dos horas. Cuando voy a un recital que me gusta mucho, escucho sin parar la discografía de la banda que fui a ver. Escucho su música antes de ir, como una especie de precalentamiento, y después del recital me entusiasmo más todavía y la escucho compulsivamente. Esta etapa pos-recital es tan sólo el precalentamiento para el próximo show de esa banda.

Como ya dije, los temas de Illya Kuryaki tienen una energía contagiosa que te da ganas de vivir. Además de esas canciones divertidas y motivadoras, también tienen otras tristes, de desamor y pérdida. Aunque me fui del recital feliz, los días sucesivos escuché sus temas más líricos y melancólicos. Escuchaba canciones tristes no para sentirme mejor, sino para sentirme peor. Tenía ganas de estar triste y de llorar. Sabía que era un estado temporal pero tenía que atravesarlo. Era imposible evitarlo. Así que escuché Abismo, Trewa, Lo que nos mata y Ruégame unas mil veces.

El recital también me movió otras emociones. Me angustió verlos ahí en el escenario, siendo lo que querían ser, mientras yo tenía que ir el lunes a dar clases  a pibes a los que no les interesaba para nada el inglés. Su pasión y dedicación, además del hecho que todos estábamos ahí porque queríamos estar ahí y queríamos verlos, me hizo preguntarme qué quiero ser yo. ¿Quiero renegar con pendejos toda la vida? ¿Quiero conformarme con este sueldo de mierda por siempre? ¿Quiero vivir de otra cosa?

Nada dura para siempre y por este motivo la angustia desapareció una semana después. El sábado siguiente al sábado del recital garché con un pibe que ni vale la pena recordar. Eso me tranquilizó bastante, sumado al hecho de que tuve un par de reemplazos más o menos lindos. Igual, las preguntas sobre mi futuro siguieron rondando en mi cabeza, como lo siguen haciendo hasta el día de hoy. Vienen y se van. Me torturan durante unos días, después pasa algo que mejora momentáneamente mi existencia y se van. Hasta que vuelven, a veces con más fuerza, y se vuelven a ir. Ahora que el tiempo fue pasando y estoy un poco mejor en lo laboral ya no vienen tan seguido. Pero de todas formas sé que no voy a ser docente toda la vida. O que no voy a ser sólo docente. De eso estoy segura.

Ahora necesitaría otro recital de Illya Kuryaki and the Valderramas para recibir esa inyección de adrenalina que tanta falta me hace. Espero que vengan pronto a Rosario para poder saltar, gritar, bailar y sublimar todas las frustraciones al ritmo de sus temas. También espero que saquen otro disco, porque aunque Chances me parece absolutamente genial, ya necesito material nuevo para obsesionarme. Mientras tanto, me entretengo con el resto de su genial y divertida discografía.

 

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El día que di una charla motivacional

El Instituto Superior Nº 28 Olga Cossettini es el equivalente rosarino del Lenguas Vivas. Es una institución pública de excelencia que forma a traductores y profesores de distintos idiomas. En Rosario sólo está el traductorado en inglés y los profesorados en inglés y francés, además de otros profesorados que no tienen que ver con la enseñanza de lenguas. La carrera más famosa es el profesorado en inglés. La más buscada por los estudiantes es el traductorado en inglés.

Cuando terminé la secundaria, empecé a prepararme intensivamente para el examen de ingreso. El nivel exigido era como el del First Certificate Exam, así que hice todos los modelos de esa evaluación que encontré. También me armé listas de vocabulario, de phrasal verbs y de expresiones idiomáticas. Escribí muchos ensayos y cuentos que mi profesora de inglés me corrigió para que mejore mis habilidades de redacción con cada nuevo texto. Estaba decidida a entrar a ese instituto famoso y prestigioso.

Pero no entré. Al momento de rendir los dos exámenes de ingreso (hay uno escrito y también uno oral) mi mamá murió. Y mi mente no estaba abocada a cuestiones académicas. Entonces cursé el profesorado de inglés en otro instituto público de la ciudad, uno que no es tan renombrado ni exigente pero que me dio el título que hoy me permite trabajar de lo que amo. O de lo que amo a veces, ya que en muchas ocasiones tengo dudas acerca de mi profesión y la salida laboral que ofrece.

En mis tiempos de estudiante y también de profesora conocí a distintos colegas que estudiaron en el Olga Cossettini. Ellos me enseñaron que no es tan impresionante como se ve desde afuera. Es el mejor instituto de Rosario, sí, pero tiene un montón de fallas que están ocultas por la fama que adquirió hace muchos años, cuando era una institución mucho más elitista y cerrada de lo que es ahora. Trabajé con personas que se recibieron en el Olga y la verdad es que no hay una diferencia abismal entre ellos y los que estudiamos en otros lugares. Aunque no tenemos diferencias, nos hacen creer que sí y a los que estudiamos en lugares que no son el Olga nos impiden trabajar en ciertas escuelas. Algunos colegios conchetos de Rosario sólo reciben a docentes con título del Olga. No les importa que para el Ministerio todos seamos iguales.

A principios de noviembre del año pasado, una chica me llamó para tomar clases particulares conmigo. Lo había llamado a Nacho, y como él no podía, le pasó mi número. Ella quería rendir el ingreso al traductorado en el Olga Cossettini. Coordinamos un primer encuentro y apenas corté me puse a buscar el material que yo había usado para estudiar varios años atrás. Aunque el ingreso al traductorado y al profesorado no era igual, había algunos temas en común. Pensé que podíamos arrancar con lo que yo tenía y después incorporar el material más nuevo que ella consiguiera.

La primera vez que nos vimos le di algunas fotocopias del cuadernillo que había usado yo. Ella no tuvo muchos problemas para resolver los ejercicios.

–¿Vos rendiste el First?–le pregunté antes de que terminara la clase.

–No.

–Ah, bueno. Porque estos ejercicios son más o menos del nivel del First y estás bastante bien.

–Gracias.

–De nada. ¿Tenés que ir al Instituto en estos días?

–Sí, me tengo que ir a inscribir.

–Buenísimo. Fijate si podés conseguir el cuadernillo que se usó para el ingreso del año pasado. Siempre es bueno tener el material más nuevo. Preguntá en la fotocopiadora del centro de estudiantes o sino en una fotocopiadora que está en la esquina. Se llama Olga.

–Bárbaro. Voy a ver qué consigo.

La semana siguiente trajo los ejercicios que se usaron en el cursillo del año 2015. No eran muy diferentes a los que había visto yo en el año 2010. Los textos eran más nuevos y quizá los ejercicios eran distintos, pero el nivel era el mismo. Se seguía exigiendo una base de First Certificate para entrar a la carrera.

Durante el verano seguimos trabajando con el cuadernillo. En clase nos enfocábamos en conversación y en la explicación de temas gramaticales. En su casa ella resolvía los ejercicios de lectura, de escritura y de gramática. La clase siguiente los corregíamos, hablábamos en inglés de diversas cosas y discutíamos cuestiones de verbos y demás temas gramaticales. Así iban pasando las clases. Ella es muy aplicada así que aprende rápido.

En febrero empezó los cursillos. Decidió seguir viniendo a clases conmigo porque le servía para reforzar. En la presentación del cursillo se enteró de muchas novedades.

–Este año no hay examen de ingreso–me dijo después de haber ido a la reunión de presentación.

–¿¡Cómo que no!?

–No. No pueden hacerlo. Salió una ley o algo así y no pueden tomar examen de ingreso. Así que nos van a tomar un examen, pero no es eliminatorio.

–¡Qué bueno!

–Sí. Yo me quedé re tranquila cuando escuché eso. Además no toman oral de inglés.

–Uh, genial. ¿Solamente tenés el escrito de inglés y el escrito de español?

–Sí, esos dos. Se hace un promedio entre las notas de los dos.

–¿Y si te va re mal? O sea, no digo que a vos te vaya mal. Pero antes cuando alguien rendía muy mal no entraba. ¿Ahora cómo hacen sino pueden eliminar gente?

–Quedás en lista de espera.

–¿Cómo sería eso?

–No sé bien. Pero creo que podés rendir libre. No podés cursar pero podés rendir materias como libre. Y al año siguiente podés cursar.

–Ah. Sería como una lista de espera de un año.

–Claro. Algo así.

–Bueno, genial. Seguimos con estas fotocopias del año pasado hasta que las terminemos. Mientras, vos me vas contando qué hacen en el cursillo para ver si tenemos que sumar algo.

–Dale.

Me quedé tranquila después de escuchar que el examen no era eliminatorio. Ella estaba bien preparada, así que seguro entraba. Además de sentir tranquilidad, también sentí envidia. ¿¡Por qué no había sido así en mi época de rendir el ingreso!?

***

Unas dos o tres clases después mi alumna llegó bastante preocupada.

–Estoy asustada porque todos los ejercicios que resolvemos acá me salen y los que hacemos en el cursillo no.

–Bueno, no te preocupes. En el cursillo van al palo y seguro que tienen poco tiempo para resolver las cosas. Pero seguro que si las hacés en tu casa no tenés problema.

–Mmmm. No. No tanto. Me resulta bastante más difícil.

–Qué raro. ¿El nivel es de First?

–Sí. Eso decía en la página del Olga.

–Muy raro. Me suena raro que te cueste porque acá te sale todo. A lo mejor, dentro de los ejercicios de nivel First ponen los más difíciles. O capaz que como no pueden eliminar gente, ya quieren asustarlos para que muchos dejen en el cursillo.

–Puede ser. Ya dejaron como 100 personas.

–¿Viste? Me parecía. Vos quedate tranqui que va a estar todo bien. Seguí estudiando, obvio. Hacé muchos ejercicios de use of English y muchos writings. Pero va a estar todo bien.

–Eso espero.

***

Esta semana llegó a mi casa bastante mal. El viernes 18 de marzo rinde el examen escrito de inglés y estaba muy preocupada.

–Tuvimos que entregar un writing y me pusieron un 2.

–¿En serio?–pregunté sorprendida.

–Sí. No entiendo por qué. Para mí no está tan mal. Quería que vos lo leyeras para que me digas en qué me equivoqué.

–Dale.

Leí el texto. A grandes rasgos no estaba tan mal, pero se notaba que le faltaba variar las estructuras gramaticales y complejizar el vocabulario.

–Mirá, vos cometiste un error muy groso acá. Capaz que a vos te parece que es una pavada, pero a esta altura no podés tener esos errores y por eso creo que te bajaron muchos puntos.

–¿Qué es?

–Errores de spelling. Muchísimas palabras mal escritas. Y también errores de concordancia entre sujeto y predicado. Acá pusiste “he work”. Parecen errores boludos pero son gravísimos.

–Ah, bueno. Me quedo más tranquila igual. Eso me pasa por ser ansiosa.

–Sí, son fáciles de corregir. Igual tené cuidado. Prestá atención. Porque te equivocaste en varias cosas, a lo mejor porque estabas apurada, y todo eso va sumando.

–Está bien. Pensé que era más grave.

Me di cuenta de que ella no me estaba entendiendo.

–No me estás entendiendo. Son graves. Estás en un nivel bastante avanzado, ya no podés equivocarte con cosas así.

En ese momento se me ocurrió una analogía para explicarle mejor:

–Te voy a contar algo que me pasó a mí cuando iba a la primaria. Fue en una prueba de geografía. Teníamos que llevar un mapa político de América, donde estaba América del Norte, América Central y América del Sur. La maestra nos dictaba países y teníamos que escribir el nombre de esos países en el lugar apropiado. Ponele, decía “Bolivia” y teníamos que escribir Bolivia en el lugar donde está Bolivia. Después decía “Perú” y teníamos que ubicar a Perú. Nos dictó unos 10 países, más o menos. La semana siguiente nos entregó las pruebas. Yo me había sacado una buena nota, ni me acuerdo cuál, y me había equivocado en tres países. Creo que había puesto mal Guayana Francesa, Surinam y otro país de esa zona. Una compañera mía, muy envidiosa y metida, se sacó menos nota que yo y fue a quejarse con la maestra. “María puso mal tres países y se sacó mejor nota que yo. ¿Por qué? Yo solamente me equivoqué en uno”, escuché que le dijo a la maestra después de haber chusmeado mi prueba. “Ella tiene más nota porque se equivocó con tres países que son más difíciles de ubicar y con los que nuestro país no tiene tanta relación. Vos te equivocaste con Bolivia. Bolivia es importante y cercano a la Argentina. No podés equivocarte con Bolivia”. Esta piba se quedó muda y volvió a su banco con una cara de culo tremenda. Yo ahora te digo lo mismo a vos: los spelling mistakes son como no saber dónde está Bolivia. Podés zafar sino le ponés tanta diversidad de vocabulario al texto, que vendría a ser conocer dónde queda Surinam, pero no podés no saber dónde está Bolivia. ¿Entendés lo que te quiero decir?

–Sí–me dijo ella. Por su cara me di cuenta de que realmente había captado la idea.

Aunque entiendo su angustia porque pasé por lo mismo, este año cambiaron las reglas del juego. Las autoridades de la carrera y las profesoras del Instituto no lo dicen abiertamente, pero el nivel exigido ya no es el de First. Creo que es más cercano al nivel de Advanced. Me da mucha bronca que quieran eliminar gente de forma masiva y por eso sean poco claros con lo que se espera de los ingresantes. Mi alumna es muy responsable y estudia bastante así que quiero que entre al Traductorado. El problema es que durante el verano practicamos con ejercicios de First y quizá, si hubiéramos sabido cómo sería el cursillo este año, podríamos haber resuelto actividades del examen Advanced. Le dije que esta semana hiciera ejercicios de ese examen. Espero que sea suficiente, o que al menos el ingreso no sea tan complicado como el cursillo.

Ya quiero que sea 23 de marzo y que me cuente que entró a la carrera. No doy más de la ansiedad. Ella tampoco.

 

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El día que dejé de cortar el pelo

Mi mamá me enseñó a cortar el pelo cuando yo tenía 15 años. Aprendí rápido y empecé a trabajar con ella en su peluquería. Toda la plata que ganaba la usaba para comprarme ropa, ir a recitales, salir en Rosario y ahorrar para poder viajar con Flor. Yo ganaba menos que ella porque hacía los cortes más sencillos. No me importaba. Prefería hacer menos plata y atender a gente poco problemática. Nunca me gustó cortar el pelo, pero no me costaba hacerlo y era una forma de tener mi propia plata.

Durante la secundaria tuve alumnos particulares de manera esporádica. Esa era mi otra fuente de ingresos. La mayoría eran nenes que estaban en la primaria y tenían que repasar para una prueba específica. Eran vecinos o hijos de conocidos de mis viejos. Venían un par de clases, hacían la evaluación y después no volvían a aparecer hasta la siguiente prueba. De vez en cuando venían mis compañeros de la secundaria también. A ellos no les cobraba. Me gustaba enseñarles porque me daba experiencia. Cuando rendían inglés bien (nadie rindió mal después de haber venido a mis clases) me regalaban algo. Ropa, cerveza, CDs, libros. Me pagaban con objetos y a mí me gustaba que tuvieran esa atención.

Cuando me fui a vivir a Rosario, seguí cortando el pelo en mi departamento y a domicilio. Mis “clientes” eran mis amigos y conocidos de mis amigos. Nunca le corté el pelo a extraños. La gente que me llamaba era gente que tenía vínculo conmigo o con alguien cercano a mí. Cada vez que recibía una llamada de una persona que yo no conocía y que  quería que yo le cortara el pelo, mi primera pregunta era ésta: “¿Quién te pasó mi número?”. Si la respuesta me dejaba tranquila, seguíamos la conversación. Por suerte no escuchaba respuestas dudosas porque no ofrecía mis servicios en lugares públicos. Todo mi modelo de negocios (bué) se basaba en las recomendaciones y en el boca a boca.

Nunca tuve experiencias traumáticas yendo a cortar el pelo a domicilio. Algunas personas me caían mejor y otras peor, pero todo el mundo siempre fue muy respetuoso. En realidad, sí viví algo un poco extraño con un cliente regular. Fue más vale gracioso, no feo. Quizá otra persona se lo hubiera tomado a mal y hubiera decidido dejar de ver a ese cliente. Yo no. Me lo tomé con humor y es una anécdota que siempre cuento cuando conozco a alguien nuevo porque me resulta muy cómica.

Un día Nacho me dijo:

–Te va a llamar un amigo de mi viejo para que le vayas a cortar el pelo. Es de confianza. ¿Puede ser?

–Sí, no hay drama.

A la semana siguiente me llamó y yo fui a su departamento. Vivía solo en monoambiente grande y luminoso.

–¿Querés un  vaso de agua?–me preguntó.

–Bueno, gracias–dije.

Él abrió la heladera y yo apoyé mis cosas sobre la mesa. Preparé la tijera y la maquinita.

–Gracias–dije cuando me dio el vaso.

–¿Acá está bien?

–¿Hay un enchufe cerca?

–Sí, ahí.

–Entonces acá está bien–dije.

–Bárbaro.

–¿Cómo te corto?

–El corte que tengo ahora me gusta. Pero está muy largo.

–¿Mantengo la forma y te corto un poco?–pregunté.

–Sí, sí–dijo él.

Yo empecé a cortarle. Estaba nervioso. Se movía y cambiaba de postura cada dos segundos.

–¿Estás incómodo?–le pregunté.

–¿Te molesta si prendo la tele?–preguntó él.

–No, no me molesta–dije.

Entonces agarró el control y prendió la tele. Yo me imaginaba que iba a poner el noticiero o un canal de deportes. Pero no. Fue directo a Hustler TV. Una vez que sintonizó ese canal se relajó instantáneamente. Se quedó quieto y me dejó cortarle el pelo en paz. Estaba muy concentrado con la tele. Yo cada tanto levantaba la vista para ver qué hacían. En la película que estaban pasando, un negro musculoso cogía con un montón de minas blancas. Justo estaban pasando el final, cuando el negro acababa en esa especie de orgía. Mi cliente estaba quietito y en silencio mirando todo. Yo no dije nada y terminé de cortarle el pelo en silencio. Me causó mucha gracia que él no sintiera vergüenza por que yo estaba presente.

–Gracias. ¿Te puedo volver a llamar?–me dijo antes de abrirme la puerta de calle.

–Sí, claro–dije yo.

A partir de ese momento me transformé en su peluquera oficial. Cada vez que iba a cortarle el pelo, él me servía un vaso de agua fresca y después prendía el televisor. Siempre, invariablemente, miraba porno. Nunca me molestó. Al contrario, me daba gracia.

Ver porno con un cliente no hizo que yo dejara de cortar el pelo. Decidí dejar de hacerlo después, una vez que viví una situación agobiante. De hecho, venía pensando en dejar de hacerlo y me terminé de convencer después de haber atendido a una mujer por primera (y última) vez.

Mi última clienta oficial fue la podóloga de Flor. Me llamó para pedirme un turno y se lo di. Llegué a su departamento y me sorprendió la cantidad de estampitas, cruces y velas que había por todos lados. El olor a incienso me dio ganas de vomitar.

–¿Te sirvo algo para tomar?–me dijo ella.

–No, gracias–dije y puse mi estuche sobre la mesa.

–¿Dónde te parece que me siente?

–Acá al lado de la ventana así aprovecho la luz–mentí.–¿Puedo abrir un poquito? Vine caminando y entré en calor.

–Sí, abrí tranquila–me dijo. Menos mal. Necesitaba respirar aire puro.

Abrí un poquito la ventana, di una bocanada y empecé a buscar las cosas para cortarle el pelo. No solía hablar con las clientas a menos que ellas iniciaran la conversación. Lo mismo hago con los taxistas: si me hablan, les respondo, pero la charla no va a surgir espontáneamente de mí.

–¿Qué te gustaría?–le pregunté.

–Cortame las puntas nomás. Todo lo que esté feo.

–¿Recto, redondeado o desmechado?

–Recto. Como lo tengo ahora.

Me encantaba cuando me decían eso porque era lo más fácil y rápido de hacer.

–Perfecto.

–¿Vos sos de Rosario?–me preguntó. Yo había empezado a mojarle el pelo con el rociador.

–No, soy de Funes. Como Flor.

–Ah, cierto. Ella me dijo que siempre fueron juntas a la escuela.

–Así es.

–¿Y vivís acá?

–Sí, terminé la secundaria y me vine acá.

–Ah, claro. Yo soy de Santa Fe.

–¿De Santa Fe capital?

–Sí, sí. Hermosa ciudad–dijo con mucho énfasis.

–Sí–dije yo. Eso era lo que ella quería escuchar.

–Ya estoy cansada de Rosario.

–¿Sí? ¿Mucho ruido?

–No, no. La gente. No sé. Nunca me acostumbré del todo acá.

–Ajá…–dije y busqué la tijera.

–Es todo muy distinto. La gente. Todo. ¡Por Dios! Acá hay muchos…

–¿Muchos…?

–Muchos paganos. Hay poca fe en esta ciudad. Por Dios–dijo de forma muy despectiva.

–¿Por qué decís eso?–pregunté. Aunque me imaginé que la respuesta no me iba a gustar, igual quise saber. Quería entenderla.

–Allá en Santa Fe la gente es muy devota de la virgen de Guadalupe–dijo y se dio vuelta repentinamente para mirarme. Por suerte saqué la tijera a tiempo y no le hice un desastre en el pelo.

–¿Ah, sí?

–Sí, por Dios. Es una celebración muy importante. Toda la ciudad es como que se detiene para que la gente pueda celebrar ese acontecimiento. No sabés lo que es. ¿Fuiste alguna vez?

–No, no.

–Es algo impresionante. Y acá, nada. Cuando me mudé a Rosario pensé que habría una celebración grande, o algo así. Y nada. Fue una decepción muy grande para mí. Dios mío, cómo me decepcioné cuando vi que no había procesiones grandes ni nada.

Yo no dije nada y seguí cortando.

–No sé adónde vamos a ir a parar. Ya no hay fe. No sé qué hacer para ayudar a la gente, no sé. ¡Por Dios!

Empecé a sentirme incómoda. Parecía que le iba a agarrar un brote místico o algo así.

–Te digo que así no podemos seguir. Todos alabando al becerro de oro. Nadie enfocado en el verdadero Dios.

–Mmmm–dije para que supiera que la estaba escuchando.

–¿Sabés qué te rinde hoy? Ser choro. Eso te rinde. Te pagan sueldo y aguinaldo. ¡Qué te parece! Dios mío. Todos llenándose la boca con los derechos humanos y nos matan en la calle como un perro. ¿Y mis derechos humanos?–dijo moviendo mucho las manos. Retrocedí porque su cabeza estaba fuera de control y no quería cortarla.

–Quedate un poquito quieta así…

–Ya me rompieron los huevos con todo esto–dijo haciéndose la rebelde por haber dicho “me rompieron los huevos”.

–Ya casi termino. Ya casi–volví a repetir para que se quedara quieta.

Terminé de cortarle lo más rápido posible. Me quería ir de ahí cuanto antes.

–¡Gracias, María!–dijo cuando me acompañó a la salida del edificio. Se volvió a mirar en el espejo que estaba en el palier y sonrió.

–Bueno, hasta la próxima.

–Chau, querida. Me encanta tu nombre. Es el nombre más sagrado de todos. Que Dios te bendiga, querida–me dijo y cerró la puerta.

Empecé a caminar hacia la parada de colectivo. Después de dar unos pasos sentí una epifanía: ya no iba a cortar el pelo. Estaba segura. Esta vez era en serio. Ya había amagado con dejar de hacerlo en ocasiones anteriores, pero en ese momento estaba convencida. No creo que la culpa haya sido de la podóloga de Flor, pero seguro que estar en su casa tuvo algo que ver con mi decisión. Tenía algo de plata ahorrada y algunos alumnos. Prefería buscar laburo de moza y ganar menos antes que seguir cortando el pelo. Total faltaba poco para recibirme y en nada de tiempo iba a estar trabajando en escuelas.

La convicción me dura hasta el día de hoy. Aunque podría complementar la peluquería con la docencia para ganar mejor y no tener inestabilidad laboral, nunca más quise volver a cortar el pelo. Por un lado, quiero vivir de lo que estudié. Por el otro, siento que tengo que desprenderme del pasado y de mi mamá. Hoy, sólo les corto el pelo esporádicamente a mis amigos. Nada más que eso.  Y así estoy bien.

 

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El día que la profesora de localizada me invitó a tomar algo

Aunque siempre me gustó correr, últimamente no tengo ganas de hacerlo. Terminé el año pasado muy cansada y en ese momento dejé de salir. Cambié correr por caminar, actividad más relajante pero con menos adrenalina. Me gusta transpirar, cansarme, escuchar música fuerte y superarme cada día un poco más. O al menos eso pensaba. Antes corría 5 kilómetros como si nada y ahora me parece una distancia monstruosa. A cada paso pienso cuánto falta, pienso que estoy cansada, pienso que me quiero volver a mi casa. Creo que el problema es justamente ese, que pienso demasiado. Tendría que salir a correr y listo, porque si empiezo a pensar siempre encuentro la excusa perfecta para no correr, o correr menos, o caminar un poco y correr otro poco.

Como mi voluntad se volvió débil, a principios de febrero me anoté en un gimnasio. Lo que me gustaba de correr era poder hacerlo a cualquier hora. Pensé que el gimnasio me iba a limitar, pero el que elegí tiene actividades a toda hora y cierra a las 11 de la noche. Ahora sí que no puedo ponerme excusas. Si pago por algo sé que lo aprovecho más, así que no sé si alguna vez volveré a correr. Quizá lo haga para cumplir la meta de completar una maratón. Pero no ahora. Ahora prefiero ir a yoga, a zumba, a pilates, a body pump, a spinning, a gimnasia localizada y a distintas actividades con profesores que me estimulan a ser mejor.

La primera clase de gimnasia localizada me quise hacer la viva y me salió mal. La profesora nos dijo que utilicemos el peso que podíamos soportar. Yo pensé: “estoy entrenada, llegué a correr 10 kilómetros en una hora, puedo soportar esto”. Entonces agarré las mancuernas y las tobilleras más pesadas. Al principio de la clase pude resolver todos los ejercicios. A la media hora me empecé a sentir muy cansada. Supuse que era normal porque la profesora es bastante intensa. Sobre el final, cuando tuvimos que hacer sentadillas y estocadas con una barra en los hombros sentí que me moría. Volví a mi casa destruida. Me dolían todos los músculos. Tomé un Ibuprofeno 600 y me fui a dormir. Los dos días siguientes fui a pilates y a yoga. No podía soportar agarrar una mancuerna ni de medio kilo.

***

Cuando volví a gimnasia localizada, la profe me preguntó:

–¿Estás bien?

–Sí, ¿por?–dije mientras agarraba las pesas y ella preparaba la música.

–Mejor. Te preguntaba porque me pareció que la clase pasada te esforzaste demasiado y por eso no estuviste viniendo.

–Ah, sí–dije.–Me zarpé con la cantidad de peso. Ahora voy a ir más tranqui.

–Muy bien. Andá incrementando el peso de a poco.

–Sí. Gracias.

Agarré las dos mancuernas, la pesa redonda (no sé cómo se llama) y la barra para hacer sentadillas. Puse una colchoneta en la parte de atrás del salón y me preparé para que empezara la clase. Todavía faltaba un ratito así que elongué un poco antes de arrancar.

La primera parte la sobrellevé bastante bien. Aunque me dolían los músculos, una vez que entré el calor no sentí ninguna molestia. El problema apareció cuando empezamos a trabajar glúteos. A partir de los cuatro apoyos (estar en cuatro, digamos) tenía que levantar primero una pierna flexionada hacia arriba, hacer varias repeticiones y después repetir el ejercicio con la otra pierna. No pude levantarlas ni un poco. Sentí un tirón muy intenso en el glúteo izquierdo que me impidió moverme. Me quedé quieta hasta que se pasara. Mis compañeras siguieron con el ejercicio.

La profe se acercó.

–¡Vamos! 1, 2, 3, 4…

–No puedo, profe.

–¿Qué pasa?–preguntó mientras se agachaba al lado mío.

–Tengo un tirón. Me duele cuando hago el ejercicio.

–Bueno, bueno. No lo hagas más. Elongá glúteos. ¿Sabés cómo se hace?

–Sí.

–¡Ustedes sigan!–gritó cuando vio que mis compañeras paraban a ver qué me había pasado.

Yo estaba atrás de todo y la profe se quedó cerca. Desde ese lugar podía vigilar a las demás alumnas y de paso comprobar que yo estuviera bien. Cuando terminó el ejercicio yo terminé de elongar.

–¿Mejor?

–Sí. Gracias.

Me gustó que me prestara atención y se preocupara por mi bienestar. Conozco muchos profesores de educación física que no miran a sus alumnos o que les exigen más de lo que pueden hacer. Eso nunca termina bien.

***

Después de un par de Ibuprofenos más, el dolor desapareció por completo. Igual decidí hacerle caso a la profesora y tomarme la clase con calma. Por eso cuando llegué busqué las pesas más livianas que había. Pude hacer todo con relativa facilidad. En la parte de glúteos me puse la tobillera para principiantes y arranqué. Me sentí bien. Ningún tirón. Ninguna molestia. Estaba tan concentrada en hacer bien el ejercicio para que no me doliera que nunca levanté la vista hacia el espejo o para ver qué hacían mis compañeras. Tenía los ojos fijos en la colchoneta y la mente enfocada en mover bien la pierna para no lastimarme.

Cuando terminó el ejercicio y me miré en el espejo, me di cuenta de que se me había bajado bastante la calza. La tanga azul sobresalía por arriba de la calza. Parecía Nicki Minaj en el video “Anaconda”, en la parte donde hace ejercicio en una tanga diminuta que sale por arriba de su pantalón deportivo. La diferencia es que en su caso el efecto había sido a propósito y en mi caso había sido casualidad, la consecuencia de usar ropa de mala calidad que no se queda fija en el lugar donde se tiene que quedar.

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Así tenía la bombacha sin saberlo. #tragametierra 

Cuando me vi en el espejo, sentí mucha vergüenza y me acomodé en seguida. La profesora me vio. Eso me dio más vergüenza. Seguro que me puse colorada. Pero intenté actuar normal y seguí con el resto de los ejercicios.

***

La clase siguiente llegué tarde. Odio llegar tarde. Busqué los instrumentos rápido y me fui al fondo. La profesora me vio y levantó las cejas como diciendo: “¿Qué te pasó?”. Yo me limité a sonreír y empecé a calentar. Pensé que el mal humor se iría una vez que activara distintos músculos, pero no fue así. Llegar tarde me molestó y afectó la actitud que tuve el resto de la clase.

Me sentí aliviada cuando terminamos. Elongué al ritmo de David Guetta. La profe se acercó.

–¿Te pasó algo?

–Me quedé dormida–dije sin mirarla. Yo estaba sentada, con las piernas estiradas hacia adelante y todo el pecho y la cabeza volcados hacia las piernas.

–Ah, bueno. ¿Querés que vayamos a tomar algo?

–¿Ahora?–dije mientras estiraba la columna y me agarraba las puntas de los dedos de los pies.

–Sí, ahora.

–Me gustaría. Tengo que distraerme. Pero estoy muy sucia.

–No, estás bien.

–No, ni ahí. Vivo cerca igual. Me puedo ir a bañar y las encuentro en el bar donde ustedes digan–dije mirando hacia mis compañeras que estaban más lejos.

La profesora también las miró y después me miró a mí.

–No, ellas no vienen. Seríamos nosotras dos.

Ahí entendí todo. La atención constante, las preguntas sobre mi dolor muscular, la elevación de cejas, los relojeos a través del espejo. Me sentí halagada.

–Te re agradezco. Pero yo…No, gracias. La próxima capaz.

–Está bien. No hay problema. Nos vemos mañana–dijo y se fue.

No se enojó ni se ofendió. Yo seguí estirando y después salí del gimnasio un poco sorprendida.

Esa noche soñé que estaba con ella. En una cama. Teniendo sexo oral. Me levanté transpirada a la madrugada, tomé un vaso de agua, miré un poco por la ventana del comedor y me volví a dormir.

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El día que me quise casar

Pasamos San Valentín en Roldán con Diego y Antonela. Yo hubiera preferido que nos quedemos en Rosario, tranquilos. Podríamos haber salido a comer al mediodía, a la tarde podríamos haber tomado mates en el parque y después a la tardecita él se volvería a Funes y yo me organizaría para empezar la semana. Pero no. Lucas no le da bola a San Valentín y su amigo tampoco. Habían organizado este asado para el domingo 14 de febrero porque los padres de Antonela iban a cuidar a Jazmín y nosotros cuatro podríamos estar solos. Así que cerca del mediodía partimos para Roldán.

Diego y Antonela están muy adaptados a la vida familiar. Cuando apenas nació la nena, los vi desbordados, cansados, desconectados de todo. Estaban demasiado preocupados por las necesidades de su hija. Aunque esto es bueno, Jazmín se transformó en lo único que había en su mundo. Dejaron de juntarse con nosotros y con otros amigos. Ya no les importaba tener una relación de pareja más allá de ser padres y cargaban con una mala onda impresionante. Con el tiempo se fueron acomodando y ahora que ella está más grande se animan a soltarla un poco para poder disfrutar con otros adultos.

A eso de las 12 preparamos una picada y empezamos a comerla a la sombra, cerca de la parrilla. Lucas y Diego iban y venían del fuego a la mesa donde estaba el salame, el queso y el pan. Yo hablaba con Antonela de las películas nominadas a los Oscar.

–Intenté ver Steve Jobs pero no me la banqué–le dije.

–¡Yo tampoco! Hablan demasiado.

–Sí. A mí me dio la misma impresión. O sea, capaz que Jobs hablaba tanto así pero me cansó.

–Mal.

–Fui al cine a ver La habitación.

–¡No la veo ni loca!

–Hacés bien. No es apta para mamás. Es buenísima igual.

–Sí, me dijeron. Pero paso. No quiero ver eso. ¿Viste la de DiCaprio?

–No. Me parece que es un embole.

–¡No! Vos sabés que yo pensaba lo mismo. Pero me sorprendí. Fuimos al shopping el fin de semana pasado y la vimos. Muy buena.

–Qué bueno. La voy a ver entonces.

Los chicos se acercaron con la primera tanda de asado: chorizos, morcillas y chinchulines. Diego y Lucas venían hablando de otra cosa y Diego le pregunta:

–¿Vos ya compraste reales?

–No, nada.

–¿Reales para qué?–pregunté yo.

–Uh, amor. Me re olvidé de decirte. Nos vamos a Ferrugem con los chicos.

Me quedé dura.

–¿En serio?–dije haciéndome la simpática.

–Sí. Perdón. Me re colgué en decirte.

Antonela y Diego se miraron en silencio.

–¿Cuándo van?

–Salimos el 8 de marzo. Una semana–dijo Diego.

–Mirá vos–dije y seguí comiendo como pude porque se me había cerrado el estómago.

–Che, ¿cómo está tu viejo?–me preguntó Antonela para cortar la tensión.

Durante el resto del asado seguí hablando como si nada. Pero ya sabía todo lo que le iba a decir a Lucas una vez que estuviéramos en el auto.

***

–A mí no me molesta que viajes con tus amigos. Sabés que no tengo drama. ¿Pero por qué no me dijiste? Pensé que nos íbamos a ir de viaje juntos.

–Posta que me re olvidé. La tía de Diego, viste que tiene la agencia, nos lo ofreció y era muy barato.

–No entiendo cómo te podés haber olvidado de decirme.

–Bueno, María. No sos la única ocupada–dijo forreándome.

–Lucas, no seas tan forro. No me hagas quedar como la loca acá.

No dijo nada.

–Pensé que nos íbamos a ir juntos de viaje. Por eso no me fui con Flor.

–Pero si Flor se fue a Punta del Este con la familia y no tenías plata para ir. Además de que no te interesa.

–Igual. Esa era mi decisión. Si sabía que vos me ibas a dejar plantada le hubiera dicho que sí.

–No te creo.

–Ahora no podemos saberlo.

Silencio.

–Después nos vamos algún finde a Córdoba. Dale. No te enojes.

–No me enojo. Pero me da bronca enterarme así de las cosas. No tengo nadie con quien viajar y vos te vas con tus amigos.

Empecé a moquear.

–No seas exagerada.

–¡Si es la verdad! Florencia tiene mucha guita. Se va para todos lados. A Debo no la soporto. Ignacio ya se fue. Vos te vas con tus amigos. Estoy sola.

–¿Por qué no te vas con Inés y tu viejo?

–¿Vos sos pelotudo? Ni loca. Otro año que me clavo sola en Rosario.

–Ay, Meri. Pará un poco. Estás enojada y ves todo tremendo. Calmate un poco y mañana vas a estar mejor.

–Cuando lleguemos a Funes dejame en la parada de colectivo.

–¿Pero por qué no te quedás…?

–Dejame en la parada de colectivo.

No hablamos más hasta que llegamos a la parada de colectivo y me fui a Rosario.

***

El lunes tuve un par de alumnos particulares. Después me puse a escribir y a boludear en la computadora. Entre una cosa y otra terminé entrando a Pinterest. A veces saco ideas para divertir a mis alumnos, pero por lo general miro postres ricos y ropa cara que nunca podría comprar. De repente, me encontré mirando vestidos de novia. Y de ahí pasé a decoraciones de casamientos. Y a vestidos de damas de honor. Y a fotos de parejas de luna de miel.

Salí de Pinterest y en Google puse “cómo es casarse de joven”. Para mi sorpresa, mucha gente se casó a los 22 o 23 años en este vertiginoso siglo XXI. Empecé a leer artículos que eran sobre el casamiento en el primer tramo de tus 20 años y se mencionaban las cosas buenas y las cosas malas. Después leí un blog de un matrimonio joven que contaba sus peripecias como casados. Así estuve como dos horas.

Me di cuenta de que me quería casar. Lo sentí con una convicción enorme.

A la tarde vino Lucas a Rosario a buscar mercadería. Se lo tenía que decir.

–Lucas…

–¿Mmmm?–dijo mientras seguía mirando Facebook.

–Me parece que nos tendríamos qué casar.

–¿QUÉ?–me preguntó sorprendido, ahora sí con toda la atención dirigida hacia mí.

–Eso. Que nos tendríamos que casar.

Intentó hablar pero no supo qué decirme.

–Mirá, hace mil años que nos conocemos. Ya sabemos todas las manías del otro. Y la verdad es que no hay gente muy interesante en el mundo. Nos casamos y listo.

–¿Vos estás loca?

–No, escuchame. Nos casamos. Yo me vuelvo a Funes. Podemos vivir en la casa de mi abuela así estamos solos. Doy particular en el living, me anoto en las escuelas de allá y de la zona. Vos seguís en la ferretería. Nos vamos de viaje juntos. Una vida tranquila y simple.

Yo estaba muy embalada y no podía parar de enumerar las cosas positivas que había imaginado a partir de nuestro casamiento. Él me miraba con la boca abierta.

–María, ¿te acordás la peli esa que me hiciste ver con la actriz esa súper flaca? La de Piratas del Caribe.

–¿Cuál?

–Esa, donde hace mil años que está con el novio y en un momento cree que se quiere casar, pero después empieza a dudar.

–Ah, ya me acuerdo. Se llama Laggies.

–Bueno, ahí ella habla con el tipo, ese actor, cómo se llama…

–¿Rockwell?

–Sí, el flaco ese. Habla con él cuando no sabía si casarse o no. Ella pensaba lo mismo que vos ahora. Hacía diez años que estaba de novia, todos sus amigos se estaban casando o ya teniendo hijos y entonces pensó que ella tenía que hacer lo mismo: casarse para no estar sola. El loco, como es divorciado, le dice que no es así, que tener marido, hijos, casa, perro, no te da un lugar en el mundo. Ese lugar lo tenés que buscar vos. Porque el fin de semana viste a una pareja que está juntada y con una hija no significa que eso sea para vos. O que sea para vos en este momento. Yo creo que no es para vos ahora. Ni para mí. Vos sabés que tengo razón. Solamente ahora estás triste, te sentís mal porque me voy de viaje, pensás que soy un pelotudo pero por otro lado no querés que estemos separados. Ya se te va a pasar.

Terminó de decir todo eso y volvió a mirar el celular. Yo no podía creer lo elocuente, directo y sincero que había sido.

En Laggies, el personaje que interpreta Keira Knightley se siente estancado. Mientras todos sus amigos se están casando o teniendo hijos, ella no quiere trabajar de lo que estudió ni tampoco comprometerse “en serio” con su novio. Aunque salen desde hace 10 años, no está convencida de querer estar con él. En realidad al principio sí parece que quiere estar con él y que el problema es la barra de amigos. A ella le molesta que él quiera hacer todo en grupo y esté pendiente de la opinión de sus amigos de la secundaria. A medida que avanza la trama vemos que ella no está lista para vivir la vida que su novio y sus amigos quieren y entonces decide empezar a juntarse con otra gente. No quiero dar más detalles así la ven, porque es una película muy entretenida y honesta.

Esta película pertenece al género que los estadounidenses llaman “coming-of-age-story”, algo así como “historia sobre la llegada a la adultez”. La mayoría de las producciones de este tipo tienen a adolescentes como protagonistas, sobre todo cuando terminan la secundaria y tienen que adentrarse en las profundidades de la universidad o de los trabajos mal remunerados. En este caso el personaje de Knightley tiene 28 años, pero podría decirse que es algo así como una “adolescente tardía”. O quizá no lo es. Eso sería algo que dirían sus amigos ya asentados. Ella no es una adolescente tardía. Es una mujer de 28 años que quiere tener experiencias distintas de las que tiene la gente de su misma edad. Eso no está mal. Pero es doloroso porque se siente fuera de lugar, como si ella fuera la equivocada en un mundo lineal donde después de hacer esto tenés que hacer esto y después esto porque eso es lo que todos esperan de vos.

Creo que me sentí identificada con la película porque yo también estoy en un periodo de transición. Tengo amigos que ya se juntaron. Otros que están en relaciones sólidas. Algunos que se van a vivir al exterior. Y yo me siento estancada en la vida. Tengo inestabilidad laboral, una relación frágil y ganas de hacer muchas cosas pero sin saber por dónde empezar. Ya escribí varias veces sobre esto. Ahora es más aguda la situación. Por suerte estoy pensando qué hacer porque no puedo seguir así. Algo voy a tener que hacer.

***

El martes me levanté con la cabeza fresca y me di cuenta de que no me quiero casar. No me quiero casar ahora. Quizá no me case nunca. Ni siquiera sé si quiero seguir estando con Lucas. Para cerrar el tema le mandé este mensaje:

Mejor no nos casemos

Él me respondió enseguida:

Estoy de acuerdo

 

 

 

 

 

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El día que fui una campeona en el jardín

Aunque me encantan los nenes de tres a cinco años porque son ocurrentes, curiosos y afectivos, no me gusta darles clases porque cuando están juntos se potencian y es casi imposible manejarlos. Por eso no quiero que me den reemplazos en jardín. Estos alumnos son un manojo de energía desordenada. Hacen lo que quieren cuando quieren, prestan atención durante muy poco tiempo, se levantan sin razón aparente y te hacen saber de forma muy directa que se están aburriendo. Enseñarles es una tarea estresante y difícil. Nunca podría ser maestra jardinera. Sin duda, las profesoras de educación inicial tienen el cielo/el nirvana/el Valhalla/lo que sea asegurado.

Cada vez que me toca dar en jardín me pongo nerviosa. Detesto preparar las clases para las salitas porque sí o sí tengo que armar algún recurso didáctico llamativo o tengo que aprenderme alguna canción para entretenerlos. Por sino lo saben, les cuento que no me gustan las manualidades ni tampoco me gusta cantar.

Las clases de inglés en el nivel inicial solo duran media hora. Esa media hora me parece eterna. Miro el reloj cada dos segundos y le rezo a todas las divinidades que conozco para que el tiempo pase rápido. Siempre termino haciendo doscientos ejercicios distintos para que los niños no se aburran ni se rebelen. Nunca funciona. Alguno dice que está cansado y los demás se contagian ese cansancio y no hacen nada. Otro empieza a hacer danza contemporánea en el piso y es imposible lograr que se acomode de nuevo en la ronda. Otros quieren ir al baño y tardan mucho en volver. En esos casos intento dividirme en dos para ir a buscar a los que están haciendo pis y en simultáneo cuidar a los otros alumnos. Es imposible.

Después de muchas frustraciones en el jardín, una sola vez logré dar una clase entretenida, divertida y dinámica. Nadie se rebeló. Nadie se aburrió. Nadie quiso hacer pis. Esa única vez me sentí una campeona en el jardín. Aunque nunca más pude volver a ejecutar una clase así de exitosa, les cuento algunos trucos que funcionaron para que todo fluya:

1- Antes de irse, la maestra dejó a los niños sentados en ronda, en el piso. Cuando ella se fue, lo primero que hice fue agarrar un libro que estaba por ahí en la salita. Busqué algo que estuviera escrito en castellano. Quería empezar la clase con un tema que ellos conocieran y que les gustara. Encontré un libro donde estaban los números del uno al diez escritos a todo color y con muchos dibujos. Se sentaron en ronda. Y les pregunté qué eran esas “cosas” que había en las páginas. “¡Números!”, gritaron todos. Ahí les pedí que me dijeran todos los números. Después de repasar los números en castellano, los aprendimos en inglés. En realidad no creo que los hayan aprendido con esa clase sola, porque en jardín es necesario repetir y reforzar los conocimientos muchas veces. Lo que hicieron fue repetir los números en inglés después de escucharme a mí. Este ejercicio duró unos 5 minutos. Parece poco, pero es muy difícil mantener a nenitos tan pequeños entretenidos durante escasos 5 minutos.

2- A continuación, se sentaron alrededor de sus mesas. Esta tarea no es tan fácil como suena. Hay que lograr que más de 20 niños ocupen el lugar que les corresponde y se queden medianamente quietos en ese espacio. Me llevó más o menos 10 minutos lograr que se organizaran.

3- Después elegí a los dos o tres alumnos más inquietos para que repartieran los libros a sus compañeros. Nunca se llevan los libros a su casa, quedan siempre en la salita. Así que yo agarré cada libro, miré a quién le pertenecía y después se lo di a los “repartidores” para que los entregaran. En la escuela donde trabaja Marta, la sala de tres no usa libro. Recién tienen un cuadernillo de inglés en sala de cuatro, donde dibujan objetos del vocabulario aprendido. Este truco igual sirve para los nenes de tres años, porque sino tienen cuadernillo de inglés se puede trabajar con hojas blancas y lápices o fibras de colores. Tardamos de 5 a 8 minutos en repartir todos los libros.

4- Miré cuál era la última actividad que habían resuelto con la titular y resolvimos la siguiente. Estaban trabajando con frutas. El libro les mostraba la mitad de la silueta de distintas frutas y ellos tenían que completar la otra mitad y pintarlas del color correspondiente. Como les gusta dibujar y pintar, esta parte de la clase fue la que se desarrolló sin problemas. Por ahí se peleaban por las fibras de colores o por algún otro motivo que a ellos les parecía de vida o muerte, pero en general trabajaron muy bien. Estuvieron 10 minutos haciendo esta actividad.

5- En todos los niveles educativos en los que trabajé, ya sea jardín, primaria o secundaria, los alumnos de un mismo curso son diferentes. Algunos terminan muy rápido de resolver los ejercicios, otros son lentos, otros necesitan un empujón del docente y después se largan solos. A mí no me gusta presionar a nadie, pero tampoco me gusta que los más veloces se aburran. Entonces les doy tareas extra para resolver. Este día que fui una campeona en el jardín, todos tuvieron que resolver el ejercicio de terminar de dibujar las frutas. Muy pocos niños terminaron ese ejercicio rápido y les di una hoja para que dibujaran su fruta preferida. No quería avanzar con el libro para que no quedaran desarticulados de los demás compañeros, pero tampoco quería que estuvieran sin hacer nada porque empiezan a molestar. Esta actividad extra se enmarcó dentro de los 10 minutos que duró la primera actividad.

6- A veces pasa que hay niños que son más rápidos que los rápidos. Estos son los más difíciles de entretener porque resuelven todo en dos segundos y piden más compulsivamente. Dos de los nenes Flash terminaron de dibujar su fruta preferida, la pintaron y la dejaron perfecta en segundos. No quise darles otra actividad porque ya me parecía excesivo. Así que los puse a acomodar. Al principio de la clase había elegido a los más problemáticos, ahora elegí a los más rápidos. Los hice guardar las fibras que sus compañeros no usaban y los libros de los que ya habían terminado. Esto también se enmarcó dentro de los 10 minutos más productivos de la jornada.  

7- Para cerrar, volvimos a hacer una ronda, esta vez de parados. Cantamos una canción. Usé “Head and Shoulders”, un tema que les sirve para aprender las partes del cuerpo y para moverse al mismo tiempo. Habremos cantado durante unos 2 minutos.

Después, se sentaron en ronda como al princpio. Justo entró la maestra. Eso me indicó que había terminado la media hora más larga de mi vida.

 

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El día que abrí una página de Facebook

¡Hola a todos y gracias por leer siempre!

En este feriado gris le cuento que hace unos meses abrí una página de Facebook donde posteo textos más cortos y menos elaborados que aquellas producciones que pueden leer acá.

La página en cuestión es https://www.facebook.com/lareemplazante.enojada y ahí van a encontrar ensayos más virulentos y breves.

¡Espero que les guste!

Saludos,

Meri

 

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El día que fui al noroeste – Parte II

Los días siguientes en Tilcara fueron perfectos. Fuimos a Humahuaca, a Purmamarca, a Yavi, a Maimará. Conocí pueblos preciosos y estuve pegoteada a Javi casi todo el tiempo. Él y sus amigos hicieron algunos recorridos con nosotras. Sino viajábamos juntos nos encontrábamos a la noche en el hostel y nos quedábamos charlando hasta tarde.

Cada vez que hablaba por teléfono con Lucas él me decía que me extrañaba. Creo que era verdad. Estaba bastante meloso. Yo no lo extrañaba para nada. Ni pensaba en él, la verdad. Le decía que sí, que lo extrañaba y que lo amaba mucho para que no se pusiera mal. Pero nada que ver.

El día que teníamos que partir para Salta me puse muy triste. No quería irme de Tilcara. Hubiera preferido quedarme ahí el resto de las vacaciones y volver a Rosario desde ese lugar maravilloso. Las provincias de Salta y Tucumán no me interesaban. Quería seguir en la Quebrada. Quería seguir viendo a Javi.

Nos despedimos después del desayuno. Aunque no lloré tenía un nudo en la garganta tremendo. Él me dio un beso en la boca y me dijo:

–Nos vamos a volver a ver, quedate tranqui.

–Eso espero.

Después agendamos nuestros respectivos números de teléfono y nos separamos. Una vez que salí del hostel me largué a llorar.

***

Cachi, Cafayate y Salta capital me gustaron. No me gustaron tanto como la Quebrada, pero me gustaron y no me arrepentí de haberlos conocido. El tema es que yo estaba nostálgica y creo que por eso no los disfruté como debería haberlo hecho. Igual me gustó todo y la pasé bien.

El momento de gloria era a la tardecita, cuando me metía en un ciber para chatear con Javi, o la noche, cuando nos escribíamos mensajes antes de dormirnos. Eso hizo que no lo extrañara. Nos contábamos lo que habíamos hecho, lo que habíamos visto y nos decíamos que teníamos ganas de volver a vernos. Eso era cierto. Yo tenía muchísimas ganas de volver a verlo y descubrí que él también.

Cuando estábamos en Tucumán capital, el último destino antes de volvernos a Rosario, tuvimos este chat:

J: meri estás en Tucuman?

M: hola, Javi!

Sí, nos quedamos dos días más acá y después nos volvemos a Rosario. Ustedes donde andan?

J: en la quebrada.

pero mis amigos se quieren quedar aca y yo quiero ir a tucuman

M: qué??? por???

J: para verte a vos.

M: [carita sonrojada] En serio???

J: sí vos querés?

M: claroooo!! qué emociónnn!!

J: te podés quedar más días? así estamos más juntos

M: sí puedoooo

ay estoy reeee feliz

J: siii? yo también!!!!

bueno, te aviso cuando llegue

voy a ver para cuando consigo pasaje

M: daleeeeee

Salí de un ciber del centro de Tucumán. Flor me estaba esperando en un banco mientras tomaba mate. Le conté. Le dije que me iba a quedar un par de días más. Sabía que ella me entendería.

–Obvio, boluda. Quedate. Cagalo bien cagado a Lucas.

–No digas eso.

–Vos no seas pelotuda. Cogé con el porteño. No te vas a arrepentir.

Creo que ella tenía razón.

***

El día que salía el colectivo para volver a Rosario era el día que Javi llegaba a Tucumán.

–Te acompaño a la Terminal–le dije a Flor. Sentía culpa de dejarla sola.

–Pero noooo. No hace falta.

–Sí, te acompaño. Seguro que el cole se atrasa y te clavás mil horas sola. Vamos.

–Gracias, Meri.

Salimos del hostel y nos subimos a un taxi. La Terminal de Tucumán era un caos. Había gente, bolsos y valijas por todos lados. Nos quedamos cerca del cole que Flor tenía que tomar. Como yo había sospechado, llegó bastante más tarde del horario estipulado.

Ella puso la mochila en la bodega y antes de subirse me abrazó:

–Disfrutá mucho. Te quiero.

–Yo también te quiero. Gracias por el aguante–le dije y le di un beso.

Mientras veía el colectivo alejarse lloré un poco. Me dio angustia ver cómo se alejaba. Pero se me pasó enseguida.

Salí de la Terminal. Me había llegado un mensaje de Javi.

Meriii. Estoy en la casita venis???

Me puse contenta y le contesté enseguida:

Siiii. Estoy yendo

Paré a un taxi en la calle y me subí.

–Hola, señorita.

–¡Hola!

–¿Adónde va?

–A la Casita de Tucumán.

–Señorita, Tucumán tiene muchas casitas. Mire alrededor. A lo mejor usted quiere ir a la Casa Histórica de la Independencia.

No tuve ganas de forrearlo porque estaba feliz.

–Tiene razón, discúlpeme. Es la influencia de la revista Billiken. A la Casa Histórica de la Independencia, entonces.

–Muy bien.

El resto del trayecto nos quedamos en silencio y yo miré la ciudad por la ventana. En la radio pasaban distintas versiones del tema “Vagabundo”, esa canción que dice “qué importa saber quién soy, ni de dónde vengo ni hacia dónde voy…”. Gracias a ese programa que estaba escuchando el taxista me enteré que un montón de gente versionó esa canción, desde Los Panchos hasta el Bahiano, pasando por Martín Buscaglia y Alberto Cortez. Después de escuchar el tema varias veces concluí que la versión de Buscaglia es la que más me gusta.

***

Javi estaba en la vereda esperándome.

–¡Ey! Llegaste justo para un show de luces que hay acá. ¿Querés que lo veamos antes de ir a mi hostel?

–¡Sí!

Casi ni miré las luces que se prendían y se apagaban. Estaba más ocupada agarrándole la mano y cada tanto dándole besos en el cuello y en la boca.

Terminó el show y fuimos a mi hostel a buscar el bolso. Después fuimos a su hostel. Él había reservado una habitación privada para que pudiéramos estar solos. Me gustó ese gesto.

Lo que no me gustó fue garchar con él. Fue una decepción muy grande. Quizá yo tenía demasiada expectativa. No sé. Él me pareció demasiado acelerado, como que no quería disfrutar. Directamente quería acabar. No me esperó, no se preocupó por hacerme sentir cómoda ni se tomó el tiempo de darme besos o acariciarme. Fue todo rápido, mecánico y frío. Me dio mucha lástima porque él era simpático y considerado en otras cosas. Una lástima que en la cama se acelere y pierda toda la paciencia.

Al día siguiente nos levantamos tarde. Teníamos ganas de seguir durmiendo, pero nos levantamos para aprovechar el desayuno del hostel. Después salimos a pasear. Caminamos bastante pero no como turistas frenéticos. Vimos la ciudad con tranquilidad, nos metimos en varios bares a tomar o comer algo y recorrimos zonas que nos interesaban. La pasamos bien porque hablamos bastante. A la noche estábamos tan cansados que apenas nos metimos en la cama nos quedamos dormidos. Mejor.

Pasamos dos días en Tucumán y yo me volví a Rosario. Él me fue a despedir a la Terminal. Quedamos en seguir en contacto. Me saludó con la mano desde uno de los andenes y ahí empecé a sentir culpa. Empecé a extrañar a Lucas y tuve ganas de contarle todo. En un momento pensé en llamarlo y decirle lo que había hecho. Después decidí que no, que lo mejor era decírselo en persona. Tuve una sensación muy fea. Me pareció que Lucas sabía lo que había pasado con Javier, que me iba a dejar y que nunca más íbamos a estar juntos. Yo siempre había pensado que la infidelidad es un cáncer que destruye las relaciones, sobre todo después de que Lucas estuvo con esa minita. Y ahora yo lo había cagado. Recién en el colectivo tomé dimensión de lo que había hecho. Le había metido los cuernos. En Jujuy y en Tucumán me había parecido un juego, un escapismo de verano. A medida que me acercaba a Rosario me daba cuenta de que lo había cagado. No lo podía creer. Tuve ganas de volver el tiempo atrás y borrar todo.

Durante el viaje no pegué un ojo. Estaba nerviosa, incómoda y preocupada. Quería llegar y decirle la verdad. Me quería sacar ese peso de encima.

***

Llegué a Rosario y desde ahí me tomé un colectivo a Funes. Mis viejos no estaban. Le escribí un mensaje:

M: Amor estoy en casa. queres venir?

L: Voy

Me respondió al toque y solo eso. Una vez más tuve la sensación de que él sabía lo que había pasado. Me bañé y abajo de la ducha pensé en lo que le iba a decir. Cuando salí de bañarme él ya había llegado a mi casa.

–Ah, hola, amor–le dije cuando lo vi en el sofá del living.

–Hola, Meri–dijo él y se paró. Me dio un piquito.

–¿Cómo andás?–dije mientras abría la heladera.

–Bien, ¿vos? ¿Cómo estuvo ese viaje?

Él estaba hablando normal. No había nada raro ni dudoso. Pero yo no aguantaba más. Cerré la puerta de la heladera sin sacar nada.

–Lucas, estuve con otro.

–¿Qué?–dijo. No parecía sorprendido.

Hablé como pude.

–Estuve con otro chico en el norte. Pero me sentí culpable. Y quería que lo supieras. No quiero saber más nada con él. Fue algo del momento. Perdoname.

–¿Por qué lo hiciste?

–No sé. Él me gustó. Pero no sé. Capaz que te quise cagar porque vos me cagaste a mí. A lo mejor no te perdoné del todo. No sé.

Él estaba muy serio y hablaba con mucha tranquilidad.

–¿Vos querés que sigamos juntos?–me preguntó.

–Sí. Yo quiero estar con vos. ¿Vos?

–Yo también quiero estar con vos. Pero no quiero que nos caguemos más.

–Yo tampoco.

Nos dimos un beso.

–Quiero estar solo. Mañana hablamos, ¿sí?–dijo.

–Sí–dije yo.

Él se fue. Ahí me di cuenta de que algo en nuestra relación se había roto para siempre.

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