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El día que descubrí la empatía selectiva

Durante quinto año de la secundaria trabajé mucho en la peluquería. Tenía que juntar bastante plata para poder viajar a Europa. Así que todos los días, después de la escuela, me dedicaba a cortar el pelo. Prefería atender a hombres porque el trabajo se hacía más rápido y era más fácil. De vez en cuando me tocaba teñir o hacer algún peinado, pero prefería que eso lo hiciera mi mamá. Ella era más prolija y sabía interpretar los pedidos ridículos de las clientas.

Me gustaba mirar cómo trabajaba. Parecía otra persona en la peluquería. Mientras que en mi casa era histérica y gritona, en el local era relajada, paciente y amable. Se tomaba todo el tiempo del mundo para atender a cada persona, escuchaba sus problemas y hasta daba consejos. Se notaba que le gustaba su laburo y hablar con la gente. O sino le gustaba, al menos lo disimulaba muy bien.

–Y no sé qué hacer, Lili.

–¿Por qué no salís con él, Mecha? Es un buen tipo, está divorciado, tiene un buen pasar. Vos sos joven. ¡Aprovechá! –Le decía a una clienta que quería un alisado definitivo.

–Pero mis amigas dicen que no les cierra, ¿viste?

–¿Y qué importan ellas? Te tiene que gustar a vos. ¿Te gusta?

–Sí, me gusta.

–¿La pasás bien con él?

–Sí, salimos a cenar. El otro día fuimos al cine. Y tiene una casa en Carlos Paz. Ya me invitó para ir. Pero no sé qué hacer…

–¡Andá! ¡No seas pava! Tus amigas serán muy buenas, pero no pueden tomar esa decisión por vos.

–Ellas dicen que les parece aburrido.

–¿Y vos qué pensás? Te pregunto a VOS.

–A mi me gusta, qué se yo.

–Listo. Ya está. Andá a Córdoba con él y disfrutá.

–Ay, no sé qué decirte, Lili. Gracias. Yo no sabía qué hacer. Creo que le voy a decir que sí.

–Muy bien. Después contame cómo está Carlos Paz. ¡Hace tanto que no voy!

Me causó risa lo último que dijo porque yo sabía que mi mamá odiaba Carlos Paz. Igual me encantó escuchar cómo aconsejó a una clienta y cómo cerró la conversación de la forma más apropiada. Ella sí que manejaba el don de la retórica como nadie.

***

Julio de ese año fue complicado para mí. Tuve un atraso. Me desesperé porque, aunque tomaba pastillas y Lucas siempre usaba forro, no me venía. Iba al baño constantemente y nada. El poder de la mente es muy traicionero cuando deseás menstruar, porque sentís que “te está bajando” y después, para tu decepción, corroborás que la toallita o el tampón están inmaculados. Las mujeres sexualmente activas saben que un atraso cuando sos pendeja te da un cagazo tremendo.

La cuestión es que anduve como enajenada. Me costaba dormir, no tenía ganas de hablar y no paraba de ir al baño. Hasta que mi mamá se dio cuenta de que había algo raro en mí. Un día a eso de las dos de la tarde estábamos en la peluquería y me dijo:

–María, ¿qué pasa? Es como la cuarta vez que vas al baño. ¿Estás descompuesta? Llamalo al papá de Débora.

Al principio quise hacerla callar porque lo dijo enfrente de una clienta, pero no pude. En lugar de eso me largué a llorar.

–¿Qué pasa, hija?–dijo mientras me agarraba los hombros.

La clienta estaba deleitada con tanto teatro, y aunque se hacía la que leía una revista, yo me di cuenta de que escuchaba atentamente. No le quise dar el gusto de ser la primera en saber que, quizá, estaba embarazada, así que llevé a mi mamá al baño de la peluquería.

–No me vino todavía. Me tendría que haber venido hace dos días. Y no me vino. Y…y…y…estoy asustada–dije, entre mocos y llanto.

–¿Estás embarazada?–me preguntó mi mamá como si fuera una novedad cualquiera.

–No sé. Pero capaz. Y no sé por qué, porque yo me cuidé y Lucas también. Y no…

–Bueno, Meri. No te hagas problema. Te voy a comprar un test de embarazo. Y si estás, no pasa nada.

–¿Cómo que no pasa nada?

–Tenés al bebé, yo te ayudo a criarlo y ves cómo hacés para estudiar algo. Porque tenés que estudiar.

–Pero…

–Quedate tranquila que va a estar todo bien. Si estás o no estás, va a estar todo bien. Yo sé lo que te digo.

–Pero, mamá, yo no sé…–Yo quería explicarle lo angustiada que me sentía, las ideas que tenía en la cabeza, y ella me hablaba con una tranquilidad exasperante.

–Shhhh. Calmate. Tengo que ir a trabajar. Después voy a la farmacia.

Amagué a darle un abrazo y ella se había dado vuelta para ir a la peluquería. Me quedé un rato más en el baño, sola, y después fui a mi habitación. Dormí la siesta, de forma entrecortada y con muchas pesadillas, hasta las siete de la tarde.

–Meri, Meri–escuché como a lo lejos. Me desperté de a poco y vi a mi mamá sentada en la cama. Tenía el test de embarazo en la mano.

–Ahí voy–dije.

Miré por la ventana y ya había anochecido. Eso también me puso triste. El invierno me bajonea bastante y cuando cae el sol siento una tristeza desmesurada. Esa vez la tristeza era mucho mayor porque podía tener un bebé. Y no estaba preparada para ser madre.

Me puse las pantuflas y fui hasta el baño arrastrando los pies. Mientras estaba sentada en el inodoro leí todas las instrucciones. El test venía con una especie de cajita de plástico. Había que hacer pis ahí y meter un palito que era el que te informaba si estás embarazada o no. Eso hice. Esperé el tiempo que había que esperar y después miré.

Cuando vi que el resultado era negativo, sentí alivio. Pero para mi sorpresa, no fue un alivio rotundo. Necesitaba menstruar para saber con seguridad que no estaba embarazada. Después de ver el resultado del test, pensé que quizá no funcionaba, que la marca era berreta, que había hecho algo mal. Yo seguí maquinando. Mi mamá, en cambio, se olvidó del asunto y no habló más del tema.

Como seguía angustiada, decidí hablarlo con Lucas. Lo llamé llorando y le dije que viniera a mi casa. No le dije por qué estaba mal. Teníamos que hablarlo en persona.

***

Una de las cosas que más me gusta de él es que siempre me escucha. Ustedes pensarán: “Te escucha porque te quiere coger”, y sí, me quiere coger, pero igual me escucha y me entiende. Es el único con el que puedo hablar de lo que quiero sin sentirme juzgada. Cuando termino de hablar me tranquiliza y me da consejos. No es enroscado, sino todo lo contrario. Su visión de lo que me pasa me ayuda a ver los problemas con más claridad. Y después cogemos, porque siempre es la mejor solución a muchas cosas que en un primer momento me parecían terribles.

Esa vez me escuchó y casi no se inmutó. Igual yo me di cuenta de que estaba un poco asustado.

–Y no sé qué hacer.

–Meri, quedate tranquila que no estás embarazada. Esos test son muy buenos.

–¿Y por qué no menstrúo entonces?

–Qué se yo, por muchas cosas. Porque estás nerviosa y no dejás de pensar en eso. Porque…no sé, algo hormonal. A mis hermanas les pasó un montón de veces esto, que creían que estabas embarazadas y después nada que ver.

–¿Y si el test estaba fallado o algo así?

–Y si pasó eso, que no creo, bueno, ya pasó. Quedate tranquila que lo vamos a ir viendo con el tiempo si estás embarazada.

–Pero yo quiero ir a la facultad el año que viene.

–Y vas a ir. No te preocupes que vas a ir–dijo y me dio el abrazo que yo más necesitaba.

***

No les puedo explicar la alegría que sentí cuando a la mañana siguiente vi la toallita manchada. ¡NO LO PODÍA CREER! SEEEEEEEEEE.

***

Un par de días después estaba acostada leyendo El mundo según Garp cuando Lucas abrió la puerta de mi habitación.

–¡Amor! ¡Hola!–dije. Cerré el libro y me incorporé en la cama.

–No sabés lo que me pasó, Meri.

–¿Qué pasó?

–Me robaron la bici.

–Uh, qué cagada.

–Sí, un garrón. No sé qué hacer. ¿Qué hago?

–Y, nada. Están robando un montón. Es una cagada.

–¿Hago la denuncia? ¿Le aviso a mi viejo?

–Como quieras. Pero no creo que sirva de mucho–le dije y agarré el libro de nuevo.

–¡La puta madre! La necesitaba. ¿Con qué me muevo ahora?

–Con los pies.

–¡La concha de la lora! Era nueva la bici. No hace ni dos meses que me la compré.

Lo escuché mientras leía y no acoté nada. Él daba vueltas por la pieza.

–¡La concha de la lora!

–Bueno, listo. Ya está. No hablemos más de eso.

–Pero me da bronca. ¡La bici nueva!

–Con putear no lográs nada. Ya está.

Él dejó de moverse y me miró fijo.

–Pará. Hace dos días vos estabas mal porque pensaste que estabas embarazada, ¿y yo no puedo estar mal porque me robaron la bici?

–Roban todo el tiempo. Tranquilizate. ¿Pensaste que nunca te iban a robar?

–¿Por qué me forreás? ¿Estás de mal humor?

–No estaba de mal humor. Vos me hiciste poner de mal humor.

–Te cuento algo que me pasó y no me das ni bola.

–Lucas, ¿qué querés que te diga? Te robaron la bici. Es una cagada. Pero ya está. ¿Querés que llame a la policía? ¿Querés que ponga carteles en la calle ofreciendo recompensa para que te la devuelvan? Ya está.

–María, me puse mal porque me robaron algo. Ya sé que no es lo mismo que creer que estás embarazada, pero tengo derecho a putear y a que me dé bronca.

–Obvio que tenés derecho. Seguí puteando todo lo que quieras. No sé bien qué esperas que haga yo. Decime qué querés que haga y lo hago.

–Quiero que me escuches.

–Te escuché.

–No, no me escuchaste. Me dijiste que ya estaba, que no hablemos más del tema.

–Y sí, no hay mucho para decir, la verdad.

Dije eso y volví a leer. Aunque no lo estaba mirando, supe que se había enojado conmigo. Antes de irse, con la mano en el picaporte, remató:

–Al final, sos igual que tu vieja.

***

Hace poco me acordé del atraso y de cuando le robaron la bicicleta a Lucas. Me acordé de esto porque creo que él tenía razón. No soy igual, pero sí soy muy parecida a mi vieja. Me acordé de la historia porque lo que me hizo enojar en aquel entonces, que me dijera que era igual a mi vieja, hoy me parece muy cierto. La cuestión es que me cuesta sentir empatía hacia mis afectos y, en cambio, soy muy comprensiva con mis alumnos y sus problemas. Tengo una actitud parecida a la que mi mamá tenía conmigo o mi viejo. Y también soy igual a ella con sus clientas. A nosotros dos nos decía que no nos preocupemos, que nos enredábamos con boludeces, que todo iba a estar bien. Nos despachaba rápido sin que podamos agregar a nada. Con sus clientas hacía todo lo contrario. Las escuchaba, las volvía a escuchar cuando repetían la misma historia y les daba consejos. A veces les proponía varias soluciones para que eligieran la que mejor se adaptaba a sus deseos o necesidades. Nunca tuvo esa actitud conmigo, así como yo tampoco tuve esa actitud con mis amigos o con Lucas o con mi papá.

La empatía selectiva es perjudicial para los afectos. Florencia no entiende que en una escuela escuche a una alumna que se peleó con la hermana y que a ella ni le dé bola cuando me cuenta uno de sus tantos quilombos amorosos. Lucas me putea cuando simplifico la dimensión de las cosas que le preocupan, porque sabe que soy capaz de pasar un recreo entero diciéndole a un alumno que no llore, que aunque sus papás se separan lo van a seguir queriendo igual.

No es bueno ser así. Al mismo tiempo, no lo puedo evitar. No es algo de mi personalidad que quiera cambiar porque no me perturba tanto. A los demás les duele, a mí no. Todos saben que estoy siempre, que los puedo apoyar en los peores momentos, pero que no pueden esperar de mí palabras de libro de autoayuda. No me sale. Y aunque lo saben, se enojan igual, y me dicen que soy fría, que no siento empatía, que sólo me preocupo por mí. Y quizá sea verdad. A lo mejor Lucas tiene razón y soy igual a mi vieja, por más de que haya intentado evitarlo toda la vida.

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