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El día que decidí dejar de ser la reemplazante

A comienzos de marzo, una conocida me pasó un texto académico sobre lingüística que quería presentar a un congreso internacional. Ella necesitaba que alguien se lo tradujera del español al inglés. Aunque hacer traducción inversa es difícil y poco recomendable, acepté el trabajo. Necesitaba la plata y el desafío. Además, quería hacerlo bien para que ella me recomendara y así se generaran más trabajos de traducción para hacer desde mi casa.

Pero desde que le dije que haría el trabajo me arrepentí de esa decisión.

El texto es muy complejo y se ocupa de cuestiones que conozco, pero no con tanta profundidad. Me llevó mucho tiempo investigar sobre el tema y también sobre las estructuras apropiadas del inglés para verter lo que ella escribió en castellano. Sentía tanto rechazo hacia la tarea, que sólo le dedicaba una o dos horas por día. A la larga me di cuenta de que dedicarle poco tiempo era peor, porque así dilataba la entrega final y sentía el peso de tener que trabajar en algo detestable todos los días de mi vida.

Ella tenía que presentar el trabajo la primera semana de mayo, así que la última de abril tuve que dedicarle más tiempo y atención a la traducción para finalmente sacármela de encima. El fin de semana del 23 y 24 de abril me dije: “es fin de semana, no tengo alumnos y voy a dedicarme de lleno al trabajo”. Claro que eso no pasó. Le dediqué dos horas el sábado, dos horas el domingo y el resto del tiempo miré series malas, del estilo de Pretty Little Liars.

El lunes 25 mi superyó empezó a presionarme. Tampoco pude concentrarme como tendría que haberlo hecho. No boludié, pero me sentía cansada y cualquier otra actividad me parecía más prioritaria que la traducción. Avancé con dificultad y tedio. Sabía que tenía unos días más y pensaba usarlos.

El martes 26 me levanté a las ocho. Recién tenía alumnos a la tarde, así que la mañana la iba a dedicar de lleno al trabajo. Y arranqué con esa intención. Decidida y concentrada. Hasta que me llegó un mensaje de Marta a eso de las nueve:

Meri podes venir hoy de 11 a 1? Curso de sec

Le dije que sí. No me podía negar por la plata y además porque Marta siempre me ayuda en mis estados económicos más críticos y por eso corresponde que yo la ayude cuando no consigue reemplazantes. Entonces me cambié y salí para la escuela.

***

Primer año de secundaria. Uno de los cursos más feos. Un cóctel de hormonas, excitación y desinterés. Yo intentaba explicar. Nadie me escuchaba. Amenacé varias veces con sacarles los celulares y no les importaba. Una vez que me daba vuelta volvían posar para las selfies y a actualizar sus redes sociales.

Las dos horas fueron una sucesión de retos, ruegos, amenazas, forreadas, persecución, insistencia. Ya no sabía qué recurso aplicar para que trabajaran. Estaban más insoportables que de costumbre. Más gritones. Más maleducados. Más contestadores. Más apáticos.

Me empezó a doler la garganta. También la cabeza. Me sentía rara. Tenía como un malestar generalizado. Supuse que era por el hambre. Había desayunado a las ocho y media y ya eran como las doce.

En un momento estaba dando indicaciones sobre un ejercicio. Yo estaba parada frente a toda la clase. Detrás mío estaba el pizarrón. Tenía puestos mis lentes hipster de marco negro grueso. Y movía mucho las manos mientras hablaba, como hago siempre. De repente, me pareció que la mano izquierda era más chica que la mano derecha. Me saqué los lentes. Moví la mano. Miré el dorso y la palma. Tenía el mismo tamaño que la mano derecha. Me volví a poner los lentes. Seguí hablando y moviendo las manos. Otra vez me pareció que la mano izquierda era más chica. Esta vez la vi mucho más chica, como si de mi muñeca saliera una mano de bebé. Los chicos no se dieron cuenta de nada porque esto pasó en segundos y yo no dejé de dar clases en ningún momento. Pero yo sí me di cuenta de que algo malo estaba pasando.

Terminé de dar clases, firmé el libro y me fui. En el colectivo cerré los ojos. Me dolía la zona derecha de la cabeza. Un dolor intenso, agudo. Abrí los ojos rápido porque tenía miedo de quedarme dormida y despertarme en cualquier lado. Cuando tenía los ojos abiertos me dolía más. Decidí entrecerrarlos: era la postura intermedia.

Desde el colectivo llamé por teléfono a una rotisería cercana a mi departamento y encargué una milanesa con papas fritas. Supuse que comer algo rico me haría bien, porque todos sabemos que muchas penas o dolores físicos se van después de ingerir hidratos de carbono o grasas, o sino hidratos de carbono y grasas al mismo tiempo. Fui a buscar la milanesa y la comí frente a la computadora junto a un nuevo episodio predecible y sobreactuado de Pretty Little Liars.

Después de los primeros bocados empecé a sentirme peor. Como asqueada. Igual seguí comiendo, porque me dolía la cabeza y seguro que me dolía porque hacía muchas horas que no comía nada. Evidentemente, el problema no era la falta de comida, porque apenas terminé la milanesa la vomité. Me seguía doliendo la cabeza así que tomé un ibuprofeno. Volví a vomitar. Todavía me quedaba algo de milanesa en el estómago. Tomé otro ibuprofeno y me acosté a dormir la siesta.

Cuando me levanté me sentía un poco mejor. Me seguía doliendo la parte derecha de la cabeza, pero no tenía ganas de vomitar. Me lavé los dientes y me maquillé un poco porque estaba muy pálida. A las cuatro de la tarde llegó mi alumna médica.

Al principio de las clases siempre corremos la tarea. Ella tenía que responder unas preguntas después de leer un texto sobre la BBC. Yo le leía las preguntas y ella me decía las respuestas correctas. O eso es lo que intentaba hacer, porque cuando quería leer la pregunta 1, leía la 3 y cuando quería leer la 2, leía la 5. Se me mezclaban los renglones.

–I’m sorry…–le dije cada vez que me equivocaba. Ahí volvieron las ganas de vomitar.

–¿Estás bien?–me preguntó ella. La noté preocupada.

–No. La verdad que no.

–¿Qué pasa?

Le conté todos los síntomas que había tenido a lo largo del día.

–Tenés un pico de estrés. Y cuando te duele así la cabeza, y además tenés vómitos y náuseas, es migraña.

–¿Y qué hago?

–¿Qué tomás cuando te duele mucho la cabeza?

–Ibuprofeno 600.

–Bueno, tomá uno. Y acostate. Acostate y no pongas la alarma. Que tu cuerpo se levante cuando lo necesite. Si a la tardecita te seguís sintiendo mal, llamame.

–Gracias. Y disculpame, pero voy a tener que cortar la clase ahora.

–No tenés que disculparte por nada. Descansá mucho.

–Gracias.

Apenas se fue, volví al baño y lancé lo que quedaba de la milanesa con papas. Tomé el tercer ibuprofeno del día y me acosté. Desde la cama cancelé el resto de las clases que tenía que dar esa tarde. Después me acomodé para dormir. Me dolía tanto la cabeza que no podía hacerlo. Así que llamé a Flor.

–Flor, ¿podés hablar?

–Sí, Meri. ¿Estás bien?

–No. Tengo un pico de estrés.

–¿¡QUÉ!? Ya voy para allá.

–No, no. No vengas porque ya estoy acostada. Mi alumna médica me dijo que tengo que dormir.

–Ay, Meri. Yo te dije que tenías que bajar un cambio.

–Sí, ya sé. ¿Podés hablar en serio? ¿No estás cursando?

–No, hay paro.

–Ah, bueno. Te llamé para que habláramos al pedo. Así me relajo y me duermo.

–Está bien. Contame que pasó.

Le conté todo. Ella me dio su explicación psicológica y después de que corté me dormí enseguida. Me desperté sola, como me dijo la médica, a las siete y media de la tarde. Ya no había sol. Me sentía bien y tenía apetito. Sin dudas había sido algo psicosomático, porque si por una cuestión exclusivamente orgánica vomitás, a las tres horas no te sentís con ganas de comer y sin náuseas. Yo ya estaba bien de nuevo. Con hambre y con energía para hacer cosas.

Me bañé y llamé a Inés.

–¡Meri! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo andás?

–Hola, Inés. Más o menos. ¿Puedo ir para allá esta noche?

–¡Sí, claro! ¿Venís ahora?

–Sí, estoy yendo a tomar el colectivo.

–Bárbaro. Te esperamos con la comida.

–Gracias.

–Un besito. Cuidate.

–Chau.

Me gustó que no preguntara qué me pasaba y que, en su lugar, me hiciera una propuesta reconfortante como esperarme con la comida.

***

A eso de las 11 de la noche estábamos los tres mirándonos y tomando vino. Yo tenía la cara hinchada y roja. Había llorado bastante cuando les contaba todo lo que me había pasado.

–Y lo que más me da bronca es ser débil. Porque sino puedo dar clases en escuelas es porque soy débil.

–No digas eso, hija.

–Es que es así, pa. Soy una pendeja débil. Una boluda. Pero bueno. Esa es mi realidad. O lo que me tocó. No sé. No puedo seguir dando clases en escuelas. Me angustio, me pongo mal. Ya hace mucho que me pasa esto. Ahora peor. No sé por qué lo tengo tan agudizado.

–Porque ya no va más y tu cuerpo te lo hizo saber–dijo Inés.

–Sí, puede ser. Es como que ignoré todo lo que sentía hasta que me enfermé. Y por suerte me di cuenta de que ya está. No puedo hacerlo más. No lo veo como un desafío ni nada de eso. Tengo muchos amigos, o gente que estudió conmigo, que ve la docencia como la forma de motivar a los adolescentes y qué se yo. A mí no me pasa eso. Yo me voy mal de las escuelas. Me duele la cabeza, me siento mal.

–Está bien, Meri. No tenés que pedir disculpas por sentirte así. Lo bueno es que te hayas dado cuenta, porque si seguías te iba a ser peor–dijo mi viejo.

–Sí, eso es verdad. Ahora con mis alumnos particulares estoy bien. O sea, no soy millonaria. Pero me alcanza para mantenerme y pagar mis cosas.

–Nosotros te podemos ayudar. Vos ya sabés–dijo mi viejo.

–Sí. Gracias. Pero no hace falta. Ahora quiero estar tranquila un tiempo. Algo va a aparecer.

–Seguro que sí, Meri. Sos inteligente, responsable, creativa. La gente se da cuenta de eso. ¿Además ahora no estuviste haciendo traducciones? Seguro que podés conseguir algo por ahí. Pero tenés que relajarte. Cuando estás tranquila te va mejor. Ahora ya tenés algo de trabajo y eso se va a ir multiplicando. Quedate tranqui.

Yo sonreí y tomé otro sorbo de vino. Inés me dijo exactamente lo que yo necesitaba escuchar. Me entendió, me calmó y me hizo compañía. Mi mamá, en cambio, me hubiera dicho: “si te hace mal no te anotes en escuelas y listo”. Listo. Seguro que hubiera querido arreglar la situación con un “listo”. En vez de entender que yo había tomado la decisión que tenía que tomar, hubiera reaccionado con frialdad. Como si yo hubiera terminado un trámite boludo y ahora era momento de pasar a otra cosa. Y listo.

***

El miércoles me desperté a las 12. Había puesto la alarma a las 10, pero debo haber apagado el celular de dormida. Amanecí cuando necesitaba amanecer. Eso estuvo bien después de un día tan estresante.

Después del almuerzo me llegó un mensaje de Marta:

Meri reemplazo de sec el lunes de 10.50 a 13?

Le respondí:

Hola, Marta. No voy a poder tomar este reemplazo ni ningún otro. Decime a que hora te puedo llamar así te explico bien.

Ella nunca me contestó. Yo quería explicarle por qué no voy a ser más la reemplazante. En realidad, no importa que lo sepa. Yo lo sé y eso es suficiente. Lo que todavía no sé es qué quiero. Pero al menos sé lo que no quiero. Y por ahora eso me alcanza.

 

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El día que di una charla motivacional

El Instituto Superior Nº 28 Olga Cossettini es el equivalente rosarino del Lenguas Vivas. Es una institución pública de excelencia que forma a traductores y profesores de distintos idiomas. En Rosario sólo está el traductorado en inglés y los profesorados en inglés y francés, además de otros profesorados que no tienen que ver con la enseñanza de lenguas. La carrera más famosa es el profesorado en inglés. La más buscada por los estudiantes es el traductorado en inglés.

Cuando terminé la secundaria, empecé a prepararme intensivamente para el examen de ingreso. El nivel exigido era como el del First Certificate Exam, así que hice todos los modelos de esa evaluación que encontré. También me armé listas de vocabulario, de phrasal verbs y de expresiones idiomáticas. Escribí muchos ensayos y cuentos que mi profesora de inglés me corrigió para que mejore mis habilidades de redacción con cada nuevo texto. Estaba decidida a entrar a ese instituto famoso y prestigioso.

Pero no entré. Al momento de rendir los dos exámenes de ingreso (hay uno escrito y también uno oral) mi mamá murió. Y mi mente no estaba abocada a cuestiones académicas. Entonces cursé el profesorado de inglés en otro instituto público de la ciudad, uno que no es tan renombrado ni exigente pero que me dio el título que hoy me permite trabajar de lo que amo. O de lo que amo a veces, ya que en muchas ocasiones tengo dudas acerca de mi profesión y la salida laboral que ofrece.

En mis tiempos de estudiante y también de profesora conocí a distintos colegas que estudiaron en el Olga Cossettini. Ellos me enseñaron que no es tan impresionante como se ve desde afuera. Es el mejor instituto de Rosario, sí, pero tiene un montón de fallas que están ocultas por la fama que adquirió hace muchos años, cuando era una institución mucho más elitista y cerrada de lo que es ahora. Trabajé con personas que se recibieron en el Olga y la verdad es que no hay una diferencia abismal entre ellos y los que estudiamos en otros lugares. Aunque no tenemos diferencias, nos hacen creer que sí y a los que estudiamos en lugares que no son el Olga nos impiden trabajar en ciertas escuelas. Algunos colegios conchetos de Rosario sólo reciben a docentes con título del Olga. No les importa que para el Ministerio todos seamos iguales.

A principios de noviembre del año pasado, una chica me llamó para tomar clases particulares conmigo. Lo había llamado a Nacho, y como él no podía, le pasó mi número. Ella quería rendir el ingreso al traductorado en el Olga Cossettini. Coordinamos un primer encuentro y apenas corté me puse a buscar el material que yo había usado para estudiar varios años atrás. Aunque el ingreso al traductorado y al profesorado no era igual, había algunos temas en común. Pensé que podíamos arrancar con lo que yo tenía y después incorporar el material más nuevo que ella consiguiera.

La primera vez que nos vimos le di algunas fotocopias del cuadernillo que había usado yo. Ella no tuvo muchos problemas para resolver los ejercicios.

–¿Vos rendiste el First?–le pregunté antes de que terminara la clase.

–No.

–Ah, bueno. Porque estos ejercicios son más o menos del nivel del First y estás bastante bien.

–Gracias.

–De nada. ¿Tenés que ir al Instituto en estos días?

–Sí, me tengo que ir a inscribir.

–Buenísimo. Fijate si podés conseguir el cuadernillo que se usó para el ingreso del año pasado. Siempre es bueno tener el material más nuevo. Preguntá en la fotocopiadora del centro de estudiantes o sino en una fotocopiadora que está en la esquina. Se llama Olga.

–Bárbaro. Voy a ver qué consigo.

La semana siguiente trajo los ejercicios que se usaron en el cursillo del año 2015. No eran muy diferentes a los que había visto yo en el año 2010. Los textos eran más nuevos y quizá los ejercicios eran distintos, pero el nivel era el mismo. Se seguía exigiendo una base de First Certificate para entrar a la carrera.

Durante el verano seguimos trabajando con el cuadernillo. En clase nos enfocábamos en conversación y en la explicación de temas gramaticales. En su casa ella resolvía los ejercicios de lectura, de escritura y de gramática. La clase siguiente los corregíamos, hablábamos en inglés de diversas cosas y discutíamos cuestiones de verbos y demás temas gramaticales. Así iban pasando las clases. Ella es muy aplicada así que aprende rápido.

En febrero empezó los cursillos. Decidió seguir viniendo a clases conmigo porque le servía para reforzar. En la presentación del cursillo se enteró de muchas novedades.

–Este año no hay examen de ingreso–me dijo después de haber ido a la reunión de presentación.

–¿¡Cómo que no!?

–No. No pueden hacerlo. Salió una ley o algo así y no pueden tomar examen de ingreso. Así que nos van a tomar un examen, pero no es eliminatorio.

–¡Qué bueno!

–Sí. Yo me quedé re tranquila cuando escuché eso. Además no toman oral de inglés.

–Uh, genial. ¿Solamente tenés el escrito de inglés y el escrito de español?

–Sí, esos dos. Se hace un promedio entre las notas de los dos.

–¿Y si te va re mal? O sea, no digo que a vos te vaya mal. Pero antes cuando alguien rendía muy mal no entraba. ¿Ahora cómo hacen sino pueden eliminar gente?

–Quedás en lista de espera.

–¿Cómo sería eso?

–No sé bien. Pero creo que podés rendir libre. No podés cursar pero podés rendir materias como libre. Y al año siguiente podés cursar.

–Ah. Sería como una lista de espera de un año.

–Claro. Algo así.

–Bueno, genial. Seguimos con estas fotocopias del año pasado hasta que las terminemos. Mientras, vos me vas contando qué hacen en el cursillo para ver si tenemos que sumar algo.

–Dale.

Me quedé tranquila después de escuchar que el examen no era eliminatorio. Ella estaba bien preparada, así que seguro entraba. Además de sentir tranquilidad, también sentí envidia. ¿¡Por qué no había sido así en mi época de rendir el ingreso!?

***

Unas dos o tres clases después mi alumna llegó bastante preocupada.

–Estoy asustada porque todos los ejercicios que resolvemos acá me salen y los que hacemos en el cursillo no.

–Bueno, no te preocupes. En el cursillo van al palo y seguro que tienen poco tiempo para resolver las cosas. Pero seguro que si las hacés en tu casa no tenés problema.

–Mmmm. No. No tanto. Me resulta bastante más difícil.

–Qué raro. ¿El nivel es de First?

–Sí. Eso decía en la página del Olga.

–Muy raro. Me suena raro que te cueste porque acá te sale todo. A lo mejor, dentro de los ejercicios de nivel First ponen los más difíciles. O capaz que como no pueden eliminar gente, ya quieren asustarlos para que muchos dejen en el cursillo.

–Puede ser. Ya dejaron como 100 personas.

–¿Viste? Me parecía. Vos quedate tranqui que va a estar todo bien. Seguí estudiando, obvio. Hacé muchos ejercicios de use of English y muchos writings. Pero va a estar todo bien.

–Eso espero.

***

Esta semana llegó a mi casa bastante mal. El viernes 18 de marzo rinde el examen escrito de inglés y estaba muy preocupada.

–Tuvimos que entregar un writing y me pusieron un 2.

–¿En serio?–pregunté sorprendida.

–Sí. No entiendo por qué. Para mí no está tan mal. Quería que vos lo leyeras para que me digas en qué me equivoqué.

–Dale.

Leí el texto. A grandes rasgos no estaba tan mal, pero se notaba que le faltaba variar las estructuras gramaticales y complejizar el vocabulario.

–Mirá, vos cometiste un error muy groso acá. Capaz que a vos te parece que es una pavada, pero a esta altura no podés tener esos errores y por eso creo que te bajaron muchos puntos.

–¿Qué es?

–Errores de spelling. Muchísimas palabras mal escritas. Y también errores de concordancia entre sujeto y predicado. Acá pusiste “he work”. Parecen errores boludos pero son gravísimos.

–Ah, bueno. Me quedo más tranquila igual. Eso me pasa por ser ansiosa.

–Sí, son fáciles de corregir. Igual tené cuidado. Prestá atención. Porque te equivocaste en varias cosas, a lo mejor porque estabas apurada, y todo eso va sumando.

–Está bien. Pensé que era más grave.

Me di cuenta de que ella no me estaba entendiendo.

–No me estás entendiendo. Son graves. Estás en un nivel bastante avanzado, ya no podés equivocarte con cosas así.

En ese momento se me ocurrió una analogía para explicarle mejor:

–Te voy a contar algo que me pasó a mí cuando iba a la primaria. Fue en una prueba de geografía. Teníamos que llevar un mapa político de América, donde estaba América del Norte, América Central y América del Sur. La maestra nos dictaba países y teníamos que escribir el nombre de esos países en el lugar apropiado. Ponele, decía “Bolivia” y teníamos que escribir Bolivia en el lugar donde está Bolivia. Después decía “Perú” y teníamos que ubicar a Perú. Nos dictó unos 10 países, más o menos. La semana siguiente nos entregó las pruebas. Yo me había sacado una buena nota, ni me acuerdo cuál, y me había equivocado en tres países. Creo que había puesto mal Guayana Francesa, Surinam y otro país de esa zona. Una compañera mía, muy envidiosa y metida, se sacó menos nota que yo y fue a quejarse con la maestra. “María puso mal tres países y se sacó mejor nota que yo. ¿Por qué? Yo solamente me equivoqué en uno”, escuché que le dijo a la maestra después de haber chusmeado mi prueba. “Ella tiene más nota porque se equivocó con tres países que son más difíciles de ubicar y con los que nuestro país no tiene tanta relación. Vos te equivocaste con Bolivia. Bolivia es importante y cercano a la Argentina. No podés equivocarte con Bolivia”. Esta piba se quedó muda y volvió a su banco con una cara de culo tremenda. Yo ahora te digo lo mismo a vos: los spelling mistakes son como no saber dónde está Bolivia. Podés zafar sino le ponés tanta diversidad de vocabulario al texto, que vendría a ser conocer dónde queda Surinam, pero no podés no saber dónde está Bolivia. ¿Entendés lo que te quiero decir?

–Sí–me dijo ella. Por su cara me di cuenta de que realmente había captado la idea.

Aunque entiendo su angustia porque pasé por lo mismo, este año cambiaron las reglas del juego. Las autoridades de la carrera y las profesoras del Instituto no lo dicen abiertamente, pero el nivel exigido ya no es el de First. Creo que es más cercano al nivel de Advanced. Me da mucha bronca que quieran eliminar gente de forma masiva y por eso sean poco claros con lo que se espera de los ingresantes. Mi alumna es muy responsable y estudia bastante así que quiero que entre al Traductorado. El problema es que durante el verano practicamos con ejercicios de First y quizá, si hubiéramos sabido cómo sería el cursillo este año, podríamos haber resuelto actividades del examen Advanced. Le dije que esta semana hiciera ejercicios de ese examen. Espero que sea suficiente, o que al menos el ingreso no sea tan complicado como el cursillo.

Ya quiero que sea 23 de marzo y que me cuente que entró a la carrera. No doy más de la ansiedad. Ella tampoco.

 

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El día que dejé de cortar el pelo

Mi mamá me enseñó a cortar el pelo cuando yo tenía 15 años. Aprendí rápido y empecé a trabajar con ella en su peluquería. Toda la plata que ganaba la usaba para comprarme ropa, ir a recitales, salir en Rosario y ahorrar para poder viajar con Flor. Yo ganaba menos que ella porque hacía los cortes más sencillos. No me importaba. Prefería hacer menos plata y atender a gente poco problemática. Nunca me gustó cortar el pelo, pero no me costaba hacerlo y era una forma de tener mi propia plata.

Durante la secundaria tuve alumnos particulares de manera esporádica. Esa era mi otra fuente de ingresos. La mayoría eran nenes que estaban en la primaria y tenían que repasar para una prueba específica. Eran vecinos o hijos de conocidos de mis viejos. Venían un par de clases, hacían la evaluación y después no volvían a aparecer hasta la siguiente prueba. De vez en cuando venían mis compañeros de la secundaria también. A ellos no les cobraba. Me gustaba enseñarles porque me daba experiencia. Cuando rendían inglés bien (nadie rindió mal después de haber venido a mis clases) me regalaban algo. Ropa, cerveza, CDs, libros. Me pagaban con objetos y a mí me gustaba que tuvieran esa atención.

Cuando me fui a vivir a Rosario, seguí cortando el pelo en mi departamento y a domicilio. Mis “clientes” eran mis amigos y conocidos de mis amigos. Nunca le corté el pelo a extraños. La gente que me llamaba era gente que tenía vínculo conmigo o con alguien cercano a mí. Cada vez que recibía una llamada de una persona que yo no conocía y que  quería que yo le cortara el pelo, mi primera pregunta era ésta: “¿Quién te pasó mi número?”. Si la respuesta me dejaba tranquila, seguíamos la conversación. Por suerte no escuchaba respuestas dudosas porque no ofrecía mis servicios en lugares públicos. Todo mi modelo de negocios (bué) se basaba en las recomendaciones y en el boca a boca.

Nunca tuve experiencias traumáticas yendo a cortar el pelo a domicilio. Algunas personas me caían mejor y otras peor, pero todo el mundo siempre fue muy respetuoso. En realidad, sí viví algo un poco extraño con un cliente regular. Fue más vale gracioso, no feo. Quizá otra persona se lo hubiera tomado a mal y hubiera decidido dejar de ver a ese cliente. Yo no. Me lo tomé con humor y es una anécdota que siempre cuento cuando conozco a alguien nuevo porque me resulta muy cómica.

Un día Nacho me dijo:

–Te va a llamar un amigo de mi viejo para que le vayas a cortar el pelo. Es de confianza. ¿Puede ser?

–Sí, no hay drama.

A la semana siguiente me llamó y yo fui a su departamento. Vivía solo en monoambiente grande y luminoso.

–¿Querés un  vaso de agua?–me preguntó.

–Bueno, gracias–dije.

Él abrió la heladera y yo apoyé mis cosas sobre la mesa. Preparé la tijera y la maquinita.

–Gracias–dije cuando me dio el vaso.

–¿Acá está bien?

–¿Hay un enchufe cerca?

–Sí, ahí.

–Entonces acá está bien–dije.

–Bárbaro.

–¿Cómo te corto?

–El corte que tengo ahora me gusta. Pero está muy largo.

–¿Mantengo la forma y te corto un poco?–pregunté.

–Sí, sí–dijo él.

Yo empecé a cortarle. Estaba nervioso. Se movía y cambiaba de postura cada dos segundos.

–¿Estás incómodo?–le pregunté.

–¿Te molesta si prendo la tele?–preguntó él.

–No, no me molesta–dije.

Entonces agarró el control y prendió la tele. Yo me imaginaba que iba a poner el noticiero o un canal de deportes. Pero no. Fue directo a Hustler TV. Una vez que sintonizó ese canal se relajó instantáneamente. Se quedó quieto y me dejó cortarle el pelo en paz. Estaba muy concentrado con la tele. Yo cada tanto levantaba la vista para ver qué hacían. En la película que estaban pasando, un negro musculoso cogía con un montón de minas blancas. Justo estaban pasando el final, cuando el negro acababa en esa especie de orgía. Mi cliente estaba quietito y en silencio mirando todo. Yo no dije nada y terminé de cortarle el pelo en silencio. Me causó mucha gracia que él no sintiera vergüenza por que yo estaba presente.

–Gracias. ¿Te puedo volver a llamar?–me dijo antes de abrirme la puerta de calle.

–Sí, claro–dije yo.

A partir de ese momento me transformé en su peluquera oficial. Cada vez que iba a cortarle el pelo, él me servía un vaso de agua fresca y después prendía el televisor. Siempre, invariablemente, miraba porno. Nunca me molestó. Al contrario, me daba gracia.

Ver porno con un cliente no hizo que yo dejara de cortar el pelo. Decidí dejar de hacerlo después, una vez que viví una situación agobiante. De hecho, venía pensando en dejar de hacerlo y me terminé de convencer después de haber atendido a una mujer por primera (y última) vez.

Mi última clienta oficial fue la podóloga de Flor. Me llamó para pedirme un turno y se lo di. Llegué a su departamento y me sorprendió la cantidad de estampitas, cruces y velas que había por todos lados. El olor a incienso me dio ganas de vomitar.

–¿Te sirvo algo para tomar?–me dijo ella.

–No, gracias–dije y puse mi estuche sobre la mesa.

–¿Dónde te parece que me siente?

–Acá al lado de la ventana así aprovecho la luz–mentí.–¿Puedo abrir un poquito? Vine caminando y entré en calor.

–Sí, abrí tranquila–me dijo. Menos mal. Necesitaba respirar aire puro.

Abrí un poquito la ventana, di una bocanada y empecé a buscar las cosas para cortarle el pelo. No solía hablar con las clientas a menos que ellas iniciaran la conversación. Lo mismo hago con los taxistas: si me hablan, les respondo, pero la charla no va a surgir espontáneamente de mí.

–¿Qué te gustaría?–le pregunté.

–Cortame las puntas nomás. Todo lo que esté feo.

–¿Recto, redondeado o desmechado?

–Recto. Como lo tengo ahora.

Me encantaba cuando me decían eso porque era lo más fácil y rápido de hacer.

–Perfecto.

–¿Vos sos de Rosario?–me preguntó. Yo había empezado a mojarle el pelo con el rociador.

–No, soy de Funes. Como Flor.

–Ah, cierto. Ella me dijo que siempre fueron juntas a la escuela.

–Así es.

–¿Y vivís acá?

–Sí, terminé la secundaria y me vine acá.

–Ah, claro. Yo soy de Santa Fe.

–¿De Santa Fe capital?

–Sí, sí. Hermosa ciudad–dijo con mucho énfasis.

–Sí–dije yo. Eso era lo que ella quería escuchar.

–Ya estoy cansada de Rosario.

–¿Sí? ¿Mucho ruido?

–No, no. La gente. No sé. Nunca me acostumbré del todo acá.

–Ajá…–dije y busqué la tijera.

–Es todo muy distinto. La gente. Todo. ¡Por Dios! Acá hay muchos…

–¿Muchos…?

–Muchos paganos. Hay poca fe en esta ciudad. Por Dios–dijo de forma muy despectiva.

–¿Por qué decís eso?–pregunté. Aunque me imaginé que la respuesta no me iba a gustar, igual quise saber. Quería entenderla.

–Allá en Santa Fe la gente es muy devota de la virgen de Guadalupe–dijo y se dio vuelta repentinamente para mirarme. Por suerte saqué la tijera a tiempo y no le hice un desastre en el pelo.

–¿Ah, sí?

–Sí, por Dios. Es una celebración muy importante. Toda la ciudad es como que se detiene para que la gente pueda celebrar ese acontecimiento. No sabés lo que es. ¿Fuiste alguna vez?

–No, no.

–Es algo impresionante. Y acá, nada. Cuando me mudé a Rosario pensé que habría una celebración grande, o algo así. Y nada. Fue una decepción muy grande para mí. Dios mío, cómo me decepcioné cuando vi que no había procesiones grandes ni nada.

Yo no dije nada y seguí cortando.

–No sé adónde vamos a ir a parar. Ya no hay fe. No sé qué hacer para ayudar a la gente, no sé. ¡Por Dios!

Empecé a sentirme incómoda. Parecía que le iba a agarrar un brote místico o algo así.

–Te digo que así no podemos seguir. Todos alabando al becerro de oro. Nadie enfocado en el verdadero Dios.

–Mmmm–dije para que supiera que la estaba escuchando.

–¿Sabés qué te rinde hoy? Ser choro. Eso te rinde. Te pagan sueldo y aguinaldo. ¡Qué te parece! Dios mío. Todos llenándose la boca con los derechos humanos y nos matan en la calle como un perro. ¿Y mis derechos humanos?–dijo moviendo mucho las manos. Retrocedí porque su cabeza estaba fuera de control y no quería cortarla.

–Quedate un poquito quieta así…

–Ya me rompieron los huevos con todo esto–dijo haciéndose la rebelde por haber dicho “me rompieron los huevos”.

–Ya casi termino. Ya casi–volví a repetir para que se quedara quieta.

Terminé de cortarle lo más rápido posible. Me quería ir de ahí cuanto antes.

–¡Gracias, María!–dijo cuando me acompañó a la salida del edificio. Se volvió a mirar en el espejo que estaba en el palier y sonrió.

–Bueno, hasta la próxima.

–Chau, querida. Me encanta tu nombre. Es el nombre más sagrado de todos. Que Dios te bendiga, querida–me dijo y cerró la puerta.

Empecé a caminar hacia la parada de colectivo. Después de dar unos pasos sentí una epifanía: ya no iba a cortar el pelo. Estaba segura. Esta vez era en serio. Ya había amagado con dejar de hacerlo en ocasiones anteriores, pero en ese momento estaba convencida. No creo que la culpa haya sido de la podóloga de Flor, pero seguro que estar en su casa tuvo algo que ver con mi decisión. Tenía algo de plata ahorrada y algunos alumnos. Prefería buscar laburo de moza y ganar menos antes que seguir cortando el pelo. Total faltaba poco para recibirme y en nada de tiempo iba a estar trabajando en escuelas.

La convicción me dura hasta el día de hoy. Aunque podría complementar la peluquería con la docencia para ganar mejor y no tener inestabilidad laboral, nunca más quise volver a cortar el pelo. Por un lado, quiero vivir de lo que estudié. Por el otro, siento que tengo que desprenderme del pasado y de mi mamá. Hoy, sólo les corto el pelo esporádicamente a mis amigos. Nada más que eso.  Y así estoy bien.

 

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El día que me enfrenté a “los paredes”

Los docentes solemos quejarnos de los alumnos irrespetuosos, molestos y desganados.  Son aquellos que nos impiden hacer bien nuestro trabajo y que boicotean nuestras propuestas, ya sea mediante la agresividad o la indiferencia. Nos hacen gritar, poner amonestaciones, llamar a los preceptores, convocar a sus padres para una reunión. Por culpa de ellos queremos dejar de dar clases y meternos a trabajar en una oficina. Hay otros alumnos, menos frecuentes, que también nos generan angustia. Ellos son “los paredes”.

Los paredes son alumnos obedientes que empiezan a leer después de escuchar la pregunta Who wants to read? (“¿Quién quiere leer?”), que resuelven las actividades sin chistar, que son siempre callados y respetuosos. De tan perfectos dejan de ser humanos y pasan a ser paredes porque son inexpresivos. Los mirás y no podés saber si les gusta, les interesa o les sirve para algo lo que les estás enseñando. No saben qué contestar cuando se les pide una opinión personal. No tienen una idea propia. Mucho menos una idea revolucionaria: son reaccionarios que repiten lo que les enseñaron sus padres.

Me enfrenté a los paredes por primera vez en un colegio confesional. Los alumnos de estos colegios suelen ser los más revoltosos y maleducados de todos. Las chicas son bastante promiscuas (pero se hacen las mosquitas muertas) y los chicos son manipuladores y les gusta la merca. Curiosamente, este colegio católico-apostólico-romano no era así. En cambio, estaba lleno de paredes.

Yo había preparado una actividad hermosa con un capítulo de The Big Bang Theory. Ni me acuerdo qué episodio había elegido. Tenían que verlo sin subtítulos, responder unas preguntas y escribir una escena alternativa. No era nada difícil. El nivel de inglés de la escuela era bastante bueno y yo estaba segura de que lo iban a poder resolver sin problemas. Antes de darles la consigna me sentía como esos docentes motivadores y creativos de las películas. Copiaron las actividades, vieron el capítulo, se pusieron en grupos. Y nada. Cuando les pregunté qué opinaban de Sheldon, no les saqué ni una risa, ni un comentario positivo, ni tampoco uno negativo. Hicieron las actividades, respondieron con precisión lo que se pedía y nada más. Su subjetividad se había perdido en la labor de ser buenos alumnos.

Aunque sé que me voy a arrepentir de decir esto, prefiero a un alumno inteligente y maleducado antes que a un robot disciplinado. Me gusta que las personas piensen y que tengan intereses que los apasionen, por más de que esos intereses no pasen por la materia que enseño yo.  Es muy sorprendente ver cómo esos hijos perfectos, que también son alumnos perfectos, actúan siempre de la misma manera y nunca se equivocan. Parecen salidos de una cadena de montaje que construye un producto sin fallas ni fisuras. Cuesta sentir empatía por estos alumnos. Pero bueno, ya sabía que la docencia es así: darte la cabeza contra la pared, una y otra vez, hasta lograr que se tambalee un poco.

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El día que analicé a una reemplazante según Hollywood

Lo poco que sé sobre el sistema educativo de Estados Unidos lo aprendí gracias a películas y series producidas allá. Siempre me llamó la atención la figura del reemplazante.

En Argentina, te llaman para hacer reemplazos de la materia que tu título te habilita a enseñar. O sea, si sos docente de inglés, te van a llamar para un reemplazo de inglés. A veces, si los directivos de una escuela te conocen y confían en vos, te pueden poner como reemplazante de otra materia que no tenga nada que ver con lo que estudiaste. Durante este año reemplacé en física, química y matemática, áreas de las que no sé nada. Lo hice porque no había docentes específicos de esas materias. Para que los alumnos no perdieran clases, les di algunos ejercicios que habían dejado los titulares. Esto es algo ocasional, y tiene que ver con solucionar un problema con los docentes disponibles.

En Estados Unidos, en cambio, cualquier docente puede reemplazar cualquier materia. No existe el “reemplazante de X” sino “el reemplazante”, a secas. No sé si en los profesorados de allá se estudia una especie de carrera generalista donde te enseñan un poco de cada cosa y ese título te permite desempeñarte en todas las materias, a lo mejor con énfasis en alguna específica. Puede ser que en realidad estudien para una disciplina particular, como en Argentina, pero que a la puedan ser sustitutos de otras disciplinas.

Las vacaciones de verano del año 2011 las pasé con mi amiga Flor en el sur argentino. Paramos en El Bolsón, en Bariloche y en algunos pueblos de Río Negro. Cuando estábamos en Bariloche nos quedamos en una hostería muy linda que estaba frente al Nahuel Huapi. Me acuerdo que estábamos cenando a las diez de la noche y el sol todavía no había desaparecido.

Una mañana Flor me despertó para bajar a desayunar. Yo me sentía muy débil. Había dormido más de ocho horas pero todavía estaba cansada. Esa mañana íbamos a salir  recorrer. Le dije que fuera sola. No tenía ni ganas de moverme. Cuando ella se fue, prendí el televisor del cuarto. En Fox estaban pasando una repetición de Glee.

En el capítulo que vi, el profesor Will Schuester, el director del Club Glee, se enferma. Los integrantes del club no quieren que Rachel se haga cargo porque es muy egocéntrica. Kurt sabe que Holly Holliday (“nombre de estrella porno o transformista”, según la ex de Will) podría hacerse cargo de Glee mientras Mr. Schue esté ausente. Ella lo estaba reemplazando en las clases de español y Kurt sabe que canta y baila porque la semana pasada reemplazó en lengua (aka inglés) y ahí canto y bailó con micrófono y amplificadores, situación de lo más inverosímil en una clase común. Kurt le pregunta a Holly, interpretada por Gwyneth Paltrow, si está dispuesta a sustituir a Mr. Schue en Glee. Ella acepta.

Cantando con un micrófono sobre el uso de las conjunciones. Fuente: http://images4.fanpop.com/

Cantando con un micrófono sobre el uso de las conjunciones. Fuente: http://images4.fanpop.com/

Durante el episodio se ve que Holly reemplazó en las horas de español, de inglés, de matemática y de historia. Su voz en off expresa lo que ella siente sobre su trabajo:

«No es fácil ser reemplazante. Los chicos piensan que tienen el día libre. No hacen nada, le tiran huevos a tu auto, se hacen la rata, se meten a tu auto, escupen, meten un cocodrilo en tu auto. Y ni siquiera tengo un auto lindo».

Cuando va al ensayo del club Glee sigue con las reflexiones sobre su práctica:

«No soy una reemplazante común y corriente. Quiero que ustedes hagan cosas que quieren hacer. Quiero que se diviertan en el tiempo fabuloso pero fugaz que vamos a compartir».

Este «discurso» hermoso y emotivo es completamente impracticable en la vida real. Sólo se puede implementar en una clase opcional, como es el caso de este club donde cantan y bailan. En las clases curriculares tenés que transmitir lo que te dejó el titular, en el mejor de los casos, o improvisar algo la mayoría de las veces. Me encantaría motivarlos, que se diviertan y que sientan que el tiempo breve que estuvimos juntos les cambió la vida. La realidad es más desordenada y menos conmovedora.

Holly, a diferencia de Mr. Schue, deja que los chicos elijan las canciones que les gustan a ellos. Cuando él se recupera y vuelve a su puesto, discute con ella sobre sus maneras diferentes de encarar la enseñanza:

«-Vos sos reemplazante. Claro que podés pintar murales y dejar que los chicos canten lo que quieran. Nunca estás cuando tienen que enfrentarse a la resaca de la diversión.

-El 16 % de los estudiantes secundarios dejaron la escuela el año pasado. No podemos pretender que se sienten y presten atención. Se creen especiales. Tienen voz, y sino la escuchamos, se desconectan.

-Yo le doy voz a los chicos. Pero no los dejo hacer lo que quieran. Soy el docente. Es mi trabajo saber más que ellos.

-Está bien. Pero vos no sabés nada sobre lo que a ellos más les interesa: ellos mismos. Cuando se aburren, cambian su estado de Facebook. Tienen derecho a tener muchas emociones, y no sólo eso: tienen derecho a que el mundo se preocupe por ellos. Esta generación es así.

-Se supone que un buen docente les tiene que mostrar que hay otros puntos de vista además del propio.

-Está bien, listo. ¿Qué hacés cuando un alumno hace algo muy bueno en clase?

-Lo felicito.

-Yo tuiteo ahí mismo sobre eso y durante 30 segundos sé que ese chico tuvo una conexión conmigo».

Los dos tienen razón. Por un lado, Will es demasiado autoritario y mantiene la diferencia tajante entre la posición del docente, que es el que tiene la verdad, y la del alumno, que tiene que recibir los conocimientos de forma pasiva y sin cuestionar. Holly es más abierta, deja que los alumnos opinen sobre lo que les gusta y lo que quieren hacer. Es verdad que lo que más les importa es ellos mismos. Esto se ve todo el tiempo en las escuelas. Les interesa actualizar sus perfiles en las redes sociales compulsivamente para que los demás sepan qué piensan, qué sienten, qué están haciendo. En la mayoría de los casos hay una desidia general, no sólo hacia inglés, sino hacia cualquier materia. No tienen un interés genuino en algo que ofrezca la escuela. No es que les va mal en matemática pero aman lengua o historia. Están siempre aburridos, cansados y pendientes del celular.

En el profesorado nos decían que la docencia se trata de transmitir la tradición (los conocimientos del libro que deben aprender) y dejarlos sumar la novedad (sus propios intereses personales). Will es defensor de la tradición y Holly de la novedad. Los docentes que no somos personajes estereotipados de una serie tenemos que buscar una especie de “justo medio”. Es difícil. La tensión entre ambos polos es difícil de manejar. Siempre está el peligro de ser demasiado rígido y obsesivo con los contenidos, así como también la problemática de que se pasen las horas expresando sus emociones sin aprender nada de inglés, ni de lengua, ni de historia. Esto es más complicado todavía cuando sos reemplazante. Llegás, hacés lo que podés y te vas a tu casa sin haber dejado una marca muy significativa.

A Holly la hacen responsable por una alumna que rompió el auto de la directora. Ella sabía lo que la alumna iba a hacer y no la detuvo. Va llorando a lo de Will para hablar con él. Tienen una especie de reconciliación. Ella le cuenta que hace 10 años era mucho más seria y rigurosa. Una alumna le pegó una piña en la cara y entonces decidió cambiar en varios aspectos de su vida. No firma contratos por más de un mes y sus relaciones amorosas no duran más de una noche. Me siento bastante identificada con su manera de ser, aunque por supuesto no me puedo permitir ser tan relajada en clase como lo soy en mi vida personal.

Cuando se amigan, Will y Holly arman juntos un mash-up de Singing in the rain (tradición) y Umbrella (novedad). Fuente: http://images4.fanpop.com/

Cuando se amigan, Will y Holly arman juntos un mash-up de Singing in the rain (tradición) y Umbrella (novedad). Fuente: http://images4.fanpop.com/

Cuando Flor volvió de su paseo matutino, le conté que me había encantado el capítulo. No miro Glee porque me parece demasiado cursi. Este episodio fue una excepción. Después me enteré de que no soy la única que pensó eso, ya que Gwyneth Paltrow ganó un Emmy en el 2011 por su caracterización de Holly Holliday. Su personaje gustó tanto que volvió a aparecer en otros capítulos de Glee, pero el análisis de esos episodios lo dejamos para otro día.

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